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Banco de la República
Por Sergio Ospina Romero
Hablando de jazz hay un asunto particularmente espinoso: sus orígenes. Aquello de ‘espinoso’ es mucho más certero de lo que podemos imaginar. En ocasiones, preguntarse por el nacimiento del jazz puede tocar fibras profundas de furor nacionalista, generar controversias de diversa índole o, para quienes prefieren no correr riesgos y andar por sendas llanas, es algo así como una caja de Pandora que es mejor mantener cerrada a toda costa. Pero vale la pena hablar de ello.
Los orígenes del jazz y, en general, casi todo lo que tiene que ver con el jazz ha estado irremediablemente asociado con la idea del ‘excepcionalismo estadounidense’, es decir, la convicción de la superioridad del coloso del norte, primero con respecto al hemisferio y posteriormente con relación al mundo entero. Esta idea es fruto, a su vez, de otra idea, arraigada en la mentalidad norteamericana por lo menos desde el siglo XVI, pero a la que solo se le puso un nombre en el siglo XIX: la del ‘destino manifiesto’. En resumen, y quizás sintetizando cuatro siglos de discursos más de la cuenta, el destino manifiesto tiene que ver con la certeza del liderazgo inevitable de los Estados Unidos en todos los asuntos de la moral, la civilización, el progreso, las artes, la política y casi cualquier otra cosa. Así, desde tal ideología, por ejemplo, no es que se hayan desplazado a millares de comunidades indígenas o se haya despojado a México de más de la mitad de su territorio, sino que Estados Unidos estaba destinado a crecer y a expandirse por Norteamérica. Y el mismo criterio ha regido en la interpretación de muchos otros escenarios históricos, sociales, culturales y musicales: desde la participación en las dos guerras mundiales y el intervencionismo en casi todos los países de América Latina y el Caribe hasta la popularidad del cine de Hollywood —por no hablar de Superman o el Capitán ‘América’— y, por supuesto, del jazz.
Hasta hace poco no eran muchos los que cuestionaban que el jazz había nacido exclusivamente en los Estados Unidos y que su diseminación global había sido un proceso de exportación unidireccional, comparable con el de las máquinas de afeitar Gillette, las máquinas de coser Singer, las victrolas de la Victor o los carros Ford. Pero aquella narrativa solo es otra reiteración del excepcionalismo estadounidense y de su destino manifiesto. La diferencia crucial es que aparece ahora en clave de nacionalismo musical y, sobre todo, a partir del momento en que el jazz empezó a ser utilizado como arma diplomática en tiempos de la Guerra Fría.
Basta con remitirse a New Orleans en las postrimerías del siglo XIX para darse cuenta de que el escenario cultural en el que nació el jazz fue esencialmente caribeño. A pesar de pertenecer desde 1803 a la jurisdicción política y territorial de Estados Unidos, New Orleans es, hasta el día de hoy, básicamente parte del Caribe. Y en virtud de los vericuetos coloniales entre España y Francia, los vínculos entre Luisiana y el Caribe eran aún más estrechos en los siglos XVIII y XIX, y seguían siéndolo en los años formativos del jazz. En cuestiones de lenguaje, comida, cultura, y en especial, música, New Orleans era básicamente extranjero con respecto al resto de los Estados Unidos. El dinamismo de los intercambios musicales y sociales entre New Orleans, Cuba, México y Haití por aquellos años era tal que cada vez son más los investigadores que conciben a la cuenca del Caribe como el escenario cultural que hizo posible el nacimiento del jazz entre finales del siglo XIX y el comienzo del XX. Sin duda, procesos cruciales se llevaron a cabo en la ciudad de New Orleans, pero aún ello fue resultado de un perfil demográfico, social y musical alimentado a borbotones por La Habana, Santo Domingo y otros puntos cruciales en la región. Insistir, como lo siguen haciendo muchos libros y documentales, que el jazz es un producto exclusivo de los Estados Unidos es como darle todo el crédito a un hospital —y no a los padres o a la familia— por la gestación y el nacimiento de un niño.
El origen caribeño del jazz, sin embargo, es solo un capítulo intermedio en la larga historia de la producción cultural derivada de la diáspora africana. Por tanto, cuestionar la narrativa del excepcionalismo estadounidense en los periplos globales del jazz es también una oportunidad para enfatizar el carácter fundamental de la herencia africana en el origen, desarrollo y continuidad no solo del jazz, sino de la música afrocubana, el merengue, la salsa, el calipso, la cumbia, el porro, la samba, el tango y muchas otras tradiciones musicales de nuestro hemisferio. Y ciertamente, no es un asunto menor. En tiempos en los que el racismo sigue acallando tantas voces e inspirando agendas tan aterradoras como posibles, no podemos olvidar ni las luchas, ni los universos culturales que han conectado a millares de personas en el continente y que han forjado tal panorama musical.