News Press Service
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Prólogo
Una alegría muy especial viví cuando mi amigo Mario Villamizar Suárez me solicitó que escribiera el prólogo de su obra “Del bastón de doña Águeda al florero de Llorente”. Esa petición la recibí en su doble condición de inmenso honor que me hacía, y de reto espiritual que comprometía no sólo mi aprecio y amistad sino mi pasión por la historia, esa faceta de las ciencias sociales que desde largo atrás nos había vinculado. Su curiosidad por el saber y, sobre todo, por redescubrir el pasado, lo transportaba horas y noches entre libros y documentos que consultaba con rigor y analizaba a profundidad, para mejor entender la rueda de los acontecimientos. Mario Villamizar Suárez seguía con disciplina el consejo de Oscar Wilde al expresar: “…el único deber que tenemos con la historia es el escribirla de nuevo”.
Me di a la tarea de recorrer con regocijo las páginas del texto “Del bastón de doña Águeda al florero de Llorente”, como si estuviera viajando por la Nueva Granada de entonces, en particular por Pamplona y los valles de Cúcuta. En muchos pasajes, me sentía conversando personalmente con Mario Villamizar, recibiendo enriquecedoras lecciones de historia, e interrumpiéndole a veces para profundizar algunos puntos que me explicaba complacido y paciente.
La descripción que hace de la vida y obra de Águeda Gallardo, en especial de su rol en la gesta libertaria, recordándonos su patriotismo y lealtad, generosidad económica, constancia inquebrantable, valor civil y compromiso, constituye un trabajo académico del más alto nivel, oportuno en su lectura para las generaciones presentes, tan necesitadas de ejemplos para emular.
La pluma amena y fluida de Mario Villamizar Suárez nos recuerda también múltiples circunstancias de la época independentista, como la visita de Antonio Nariño a Pamplona en 1797, y las tertulias que entonces le organizó doña Águeda; el Memorial de Agravios, que redactó Camilo Torres en 1809 para denunciar el maltrato español; los acontecimientos del 20 de julio de 1810 en Santa Fe con ocasión de la llegada y homenaje al criollo Antonio Villavicencio; la Campaña Admirable, en particular la entrada de Bolívar a la provincia de Pamplona, y los enfrentamientos con Correa, entre los que destaca la batalla de Cúcuta del 28 de febrero de 1813; el plan de reconquista española con Pablo Morillo a la cabeza, y los 12 mil soldados que llegaron; las decisiones tomadas en el Congreso de Angostura de 1819; y, la preparación y desarrollo del Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta, que terminó con la expedición de la Constitución de 1821, y la designación de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, respectivamente como presidente y vicepresidente de la Gran Colombia. Cada línea tiene la impronta del investigador consagrado, y del sociólogo de la historia, porque eso era Mario Villamizar Suárez.
Sin embargo, una reflexión suya me llena de particular orgullo: el alcance y
significado que le otorga a la valerosa acción de doña Águeda Gallardo del 4 de julio de 1810, al despojar de su bastón al corregidor catalán Don Juan
Bastús, y golpearlo con el borbón, y a la posterior reacción
de los criollos y demás pobladores, bastante
aleccionados, lo cual identifica el grito de independencia de Pamplona. En ordenada secuencia, el autor nos recuerda
los antecedentes, como las restricciones alrededor de la fiesta de San Pedro del 29 de junio, y la determinación de doña
Águeda de enarbolar los ideales libertarios. Se trata, ni más ni menos, de un antecedente mayor, que prepara y anuncia un episodio hermano, dada su semejanza, conocido como ‘El florero de Llorente’, que se presentaría 16 días después en Santa Fe siguiendo la misma estrategia. La historiografía colombiana debería revisar estos acontecimientos para entender su analogía y darle al bastón de doña Águeda su verdadera dimensión. Ya Mario Villamizar Suárez nos ha indicado el camino.
Justamente para conmemorar el Bicentenario de la Independencia de Pamplona, en julio de 2010, también en sesión especial de la Academia de Historia del Norte de Santander, estuvo Mario Villamizar participando como ponente de primera línea. Hoy, que nos reunimos para rendirle sentido homenaje póstumo, sigamos la ruta de su investigación y pensamiento alrededor de esa época que sirvió para estructurar nuestros cimientos republicanos, y en la cual doña Águeda Gallardo ocupa un lugar de preeminencia.
Como bien sabemos, el pensamiento político en la América española de principios del siglo XIX se nutría de los ideales de la Revolución Francesa, básicamente alrededor de los conceptos de libertad, igualdad, seguridad, propiedad y resistencia a la opresión, que habían puesto en jaque el sistema monárquico imperante en los últimos trescientos años en toda Europa, identificado como el Antiguo Régimen. El poder de los reyes, que había sido legitimado y socializado como un derivado divino, al punto que algunos lo interpretaron como absoluto, quedaba cuestionado por los ideales revolucionarios y daba paso a la soberanía de la Nación para estructurar la idea de la Constitución, entendida como marco organizacional del Estado. Los acontecimientos que conformaron la Revolución Francesa y que marcaron toda una década, hasta que se produjo el golpe de Napoleón Bonaparte en 1799, tuvieron como sustento a los enciclopedistas, entre los que destacan por su novedosa y enriquecedora filosofía política los nombres de Voltaire, Montesquieu, Rousseau, Diderot, d’Alembert, y Holbach.
La Declaración de los Derechos del Hombre del 26 de agosto de 1789, que señalaba no sólo una serie de derechos personales sino también comunitarios, dándoles una proyección universal en tanto que los percibía como derechos naturales e imprescindibles, anteriores a los poderes establecidos, se convirtió en documento precursor de los derechos humanos en el plano nacional e internacional. Distintos borradores del texto fueron considerados por la asamblea nacional constituyente que integraban los revolucionarios franceses, entre los que sobresalieron los trabajos presentados por La Fayette, Robespierre y la ciudad de París. Aunque la declaración finalmente aprobada por la asamblea no se refirió concretamente a la mujer ni tampoco a la esclavitud, fue fundamento para álgidos debates en ambas materias. Olympe de Gouges, feminista y revolucionaria, redactó en 1791 la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, al paso que Brissot de Warville lideró al grupo Des amis des noirs y otros girondinos que lucharon infructuosamente por abolir la esclavitud.
La primera traducción americana de la Declaración de los Derechos del Hombre, con sus 17 artículos completos, que fue hecha por Antonio Nariño, se publicó en Santa Fe de Bogotá en 1793. Su impacto incrementó el entusiasmo de quienes abrazaban la causa de la independencia en la Nueva Granada.
A manera de paréntesis, permítanme recordar el énfasis que Mario Villamizar Suárez le otorga a la relación de Antonio Nariño con Pamplona, en especial frente a Águeda Gallardo y sus parientes, entre otras cosas, porque Juana Villamizar Gallardo, hija de doña Águeda, era casada con don Nepomuceno Álvarez de Casal, tío materno de Nariño.
También sabemos que, a principios del siglo XIX, buena parte de Europa era sacudida por la pretensión de conquista de Napoleón Bonaparte. Sus presiones ahondaron la crisis política en España, toda vez que a la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, seguiría el arresto de éste por las tropas francesas. La designación de José Bonaparte como rey produjo una reacción popular que se extendió a la América española. Sin embargo, algunas disidencias frente al modelo tradicional monárquico se abrían paso, como el movimiento que, inspirado en los ideales de la Revolución Francesa, promulgó la Constitución de Cádiz de 1812 y abogó por la formación de una monarquía restringida.
En toda Hispanoamérica, las ideas liberales encontraban adeptos y controvertían con vigor los hechos del dominio ibérico que, con el maltrato reiterado y la carga impositiva cada vez mayor, exacerbaba los espíritus de los criollos o descendientes de españoles. Hacia 1810, o sea 21 años después del estallido de la Revolución Francesa, gritos de independencia se proclamaban en Pamplona, y también en Caracas, Mérida, Cartagena, Tunja y Santa Fe, al igual que en el Méjico moderno o Nueva España, y en el sur del continente, en particular en Buenos Aires y Santiago. El liderazgo de Miranda, Bolívar, Santander, Nariño, Hidalgo, Morelos, San Martín y O’Higgins, entre otros muchos, alentaba las masas para empuñar las armas y reclamar la independencia
Esa lucha para liberarse del yugo español fue mucho más larga, intensa y cruenta que la desarrollada por los norteamericanos frente a Gran Bretaña. Pero el ejemplo de la independencia de los Estados Unidos de América se convertía en otro elemento de motivación, dado que aportaba al constitucionalismo moderno los ingredientes del presidencialismo y el federalismo, clave para la organización de las repúblicas que imaginaban nuestros padres fundadores. La Constitución de los Estados Unidos se convertía en referente obligado. Frente al sistema de gobierno, la inmensa mayoría prefería el sistema presidencial, al paso que en tratándose de la estructura organizacional del Estado, las disputas entre centralistas y federalistas se tornaron cada vez más álgidas.
Desde su regreso de Europa en 1807, Simón Bolívar se entregó a la causa libertaria, dando lo mejor no sólo de su formación humanística, sino también ofreciendo sus virtudes militares. Su idea alrededor de una gran nación, cuyos cimientos se consignaron primero en Angostura y luego en la Villa del Rosario de Cúcuta, al expedirse la Constitución de 1821, consagrando la unión de la Nueva Granada y la Capitanía de Venezuela, a la cual se agregaría Ecuador una vez sellada la victoria, muestra la dimensión de su espíritu.
En el contexto internacional, la suerte de las
futuras repúblicas de Hispanoamérica seguía ligada al acontecer
europeo. El Tratado de Viena de 1815, que puso fin a las guerras napoleónicas y en
principio restableció el régimen monárquico, consolidó el poder militar y
económico de Gran Bretaña con base en el dominio
de los mares y la teoría del libre cambio, adobada por David Ricardo. Del capitalismo embrionario y el mercado nacional
que concibió Adam Smith hacia 1776,
se pasaba cuatro décadas después al amplio estadio del comercio internacional, por manera que todos los excedentes de producción tenían que venderse. La Revolución Industrial, que había comenzado al final del siglo XVIII en Gran Bretaña, y que se había extendido gradualmente por Europa Occidental y la América anglosajona, constituía el principal soporte. Este proceso, caracterizado por el mayor bloque de transformaciones tecnológicas, económicas y sociales de la humanidad desde el Neolítico, significó un punto de inflexión en la historia, como quiera que impactó todos los aspectos de la vida cotidiana.
España, aunque potencia de segundo nivel en el nuevo mapa político europeo, tenía todavía mucho que perder y defendía con vehemencia su haber en el hemisferio occidental. La pérdida de la mayoría de sus colonias en América le significó un durísimo golpe. La suerte estaba echada, en tanto que el triunfo pertenecía a quienes abrazaron la causa libertaria.
No hay necesidad de continuar recordando todos estos acontecimientos que de manera directa o indirecta sirven de marco a la narrativa de Mario Villamizar Suárez. Baste señalar que, el autor, a través del pensamiento y acción de doña Águeda Gallardo, nos relata con objetividad y serenidad de juicio los episodios más relevantes que se desarrollaron en Pamplona y sus alrededores durante esta época grandiosa que esparcía por doquier vientos de libertad. Dados el indeclinable compromiso, fuerza de carácter, y tenacidad de sus pobladores, Nueva Pamplona, como la denominó Pedro de Ursúa, siempre ocupará un lugar de vanguardia en la historia de Colombia.
“Del bastón de doña Águeda al florero de Llorente”, es una obra que recrea y reconforta el espíritu, y que confirma una vez más la inteligencia y vocación de investigador de quien en vida nos brindó su amistad y mostró con sencillez su solidez intelectual y su riqueza cultural interdisciplinaria. Economista analítico y profundo, formado en las aulas de la Universidad Nacional, y con un buen número de maestrías y estudios complementarios, Mario Villamizar Suárez nunca dejó de estudiar, aprender y enseñar. Seguía a diario el principio socrático de ‘Sólo se que nada se’, que lo proyectaba fácilmente para recorrer el camino de la vida en sus múltiples aristas, pero que disfrutaba especialmente en su plan de filósofo, sociólogo e historiador. Aunque se despidió temprano, nos deja un legado inmenso de caballerosidad y altivez, probidad y transparencia, vocación de servicio y desprendimiento, que nos acompañará siempre. Su ejemplo de vida hace más fácil nuestro camino.
Jaime Buenahora Febres-Cordero Nueva York, noviembre de 2021