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El País
De acuerdo con la RAE el término panfleto tiene dos posibles acepciones. Por un lado el de libelo difamatorio, es decir, obra escrita con el fin de denigrar o difamar a alguien o algo; por el otro, en cambio, el de opúsculo, o pequeña obra científica o literaria de poca extensión, con carácter agresivo. Es, desde luego, en esta segunda acepción donde ubico La Esperanza de André Malraux, la novela sobre la Guerra Civil española del famoso autor, aventurero y político francés nacido en París el 3 de noviembre de 1901 y fallecido el 23 de noviembre de 1976. Sin embargo, yo sustituiría el adjetivo agresivo por el de vehemente, entusiasta, apasionado o cualquier otro por el estilo. Con todo, todavía me quedaría corto a la hora de clasificar esta crónica sobre las experiencias de varios combatientes extranjeros en el bando republicano como un mero panfleto si no añadiría el de literario. ¿Qué quiero decir? Pues que el panfleto, si bien no tanto como definición, sino de acuerdo a la costumbre, suele ser un texto de muy corto vuelo y que no merece mayor consideración una vez cumplida su función de soliviantar el ánimo de sus destinatarios. Sin embargo, un panfleto literario es aquel que aspira a perdurar en el tiempo en función de su calidad narrativa por encima incluso de lo que suele ser, ya no solo cualquier panfleto al uso, sino incluso la mayoría de los libros que tratan el mismo tema que este. Un panfleto literario ni siquiera debe parecer un panfleto, más bien debe evitarlo a toda costa, a ser posible aspirando a ser una obra seria en toda regla, de altos vuelos, Literatura con mayúscula, aunque únicamente sea por su tamaño.
Pues ese y no otro es el caso de La Esperanza de André Malraux, un novelón en toda regla, más de quinientas páginas en la mayoría de sus ediciones, escrito, como quien dice a vuela pluma, desde abril a noviembre de 1937, sobre la experiencia de su autor durante la Guerra Civil española y, ya en particular, al cargo de la escuadrilla aérea, formada y comandada por él, llamada Escuadrilla España, operativa desde agosto de 1936 a febrero de 1937. Con todo, lo que se cuenta en La Esperanza no se circunscribe en exclusiva a lo vivido por los personajes que forman parte de la susodicha escuadrilla, la mayoría de ellos voluntarios de las Brigadas Internacionales con experiencia en el manejo de aviones, sino que también se extiende a los frentes más destacados de la Guerra Civil y en los que Malraux tomó notas durante sus recorridos a lo largo y ancho de la península. A esto también habría que incluir la información que Malraux recabó de personajes como la escritora María Teresa León, su amigo el también escritor José Bergamín (que aparecerá en la novela tras la figura de Guernico), el pintor comunista Luis Quintanilla (que había participado en el cerco del Alcázar de Toledo) y, sobre todo, el general republicano Gustavo Durán (que inspirará en gran parte el personaje de Manuel en la novela). Malraux también aprovechó las crónicas de los corresponsales extranjeros en España como las que su compatriota Louis Delaprée enviaba al diario parisino France-Soir.
La Esperanza llegó a las librerías francesas el 18 de diciembre la novela obteniendo desde el primer momento una gran atención por parte de lectores y crítica. Un éxito que respondió tanto al interés del público francés por profundizar sobre lo que estaba sucediendo en España, en una guerra a la que la mayoría de la población no era indiferente porque las simpatías hacia uno u otro bando también se repartían a ese otro lado del Pirineo de acuerdo con las ideológicas de cada cual, como al crédito como autor del que ya disfrutaba Malraux después del éxito de La condición humana (1927), donde mostraba su simpatía hacia la revolución popular china. De ese modo, se podría decir que el Malraux cumplió el objetivo que se había propuesto con la redacción de La Esperanza como miembro activo del servicio de propaganda del gobierno de la República Española, en cuyo apoyo llegó a dar conferencias y mítines tanto en su país, Francia, como en EE.UU. en repetidas ocasiones. Un objetivo que justifica mi calificación de la novela como panfleto, en este caso una airada defensa escrita de la causa republicana frente a la amenaza fascista representada por el bando nacional de Franco, pero cuya factura supera con creces lo que entendemos como panfleto gracias al buen oficio de su autor y, en especial, a esa concepción tan en boga entre los escritores de su época y militantes de todo tipo de causas, de procurar poner el arte al servicio de estas
La muerte no es algo tan serio: el dolor, sí. El arte es poca cosa frente al dolor y, desgraciadamente, ningún cuadro tiene frente a él manchas de sangre. (La esperanza)
De ese modo, la prueba irrefutable de que Malraux acertó con su novela, o lo que es lo mismo, que supo infundirle el imprescindible aliento literario para que esta trascendiera el mero propósito propagandístico, no fue otra que la percepción de la misma como un himno a la dignidad humana, a la fraternidad, una inmensa esperanza para todos los hombres de acceder a esa dignidad por la “revolución” tal y como establece Maryse Bertrand de Muñoz en su libro La guerra civil española y la literatura francesa (Sevilla, Alfar, 1995).
Así pues, La esperanza no se limita a un simple relato de batallas en las que el autor procura imprimir a sus personajes una aureola épica de la que suelen carecer las crónicas periodísticas con la intención de mostrar al mundo el sacrificio de unos hombres, ya sea porque lo que se juegan es su futuro y sobre todo su libertad, como es el caso de los combatientes españoles, o en el caso de los miembros de las Brigadas Internacionales como consecuencia de su compromiso con unos ideales, los cuales son fácilmente reconocibles para los compatriotas del autor porque se resumirían en egalité, fraternité, liberté. Ese relato con todo lujo de detalles sobre la crudeza de las batallas o la penuria de la retaguardia ocupa la mayor parte de los primeros capítulos de la novela, sobre todo los que corresponden a La ilusión lírica donde se cuenta los primeros días de la sublevación militar en Madrid y Barcelona y los primeros combates en la Sierra de Madrid y los inicios de la actividad de la escuadrilla aérea de Malraux, y a El ejercicio del Apocalipsis donde se cuenta el asalto al Alcázar de Toledo. Se podría decir que el tono de estos capítulos no difiere en lo esencial del reportaje periodístico con la diferencia de que en este caso la acción está novelada. Sin embargo, en la segunda parte del libro, en los capítulos Ser y hacer o Sangre de izquierdas, donde se habla tanto del fracaso de Toledo como del éxito de la defensa de Madrid, empieza a percibirse las tesis que inspiran a su autor y que en la tercera y última parte de la novela, La esperanza, acabarán ocupando hojas enteras en forma de diálogos entre los personajes, los cuales tratan temas morales, políticos e incluso filosóficos, todo ello en medio de la contienda, ya sea acompañando a las Brigadas Internacionales durante la defensa de Madrid, el episodio de los civiles huyendo de Málaga por la llamada “Carretera de la Muerte”, la batalla de Teruel donde la escuadrilla tendrá un protagonismo decisivo, o tras la victoria republicana en la batalla de Guadalajara, la cual le sirve a Malraux para cerrar su novela con el mensaje esperanzador del que da razón su título.
Hace un momento usted ha hablado de la esperanza: los hombres unidos a la vez por la esperanza y por la acción tienen acceso, como los hombres unidos por el amor, a ámbitos a los que no tendría acceso por sí solos. El conjunto de esta escuadrilla es más noble que casi todos aquellos que la componen. (La esperanza)
De modo que no cabe duda que La Esperanza está entre las novelas sobre la Guerra Civil Española más conocidas escritas por extranjeros, junto a Por quién doblan las campanas (1940), de Ernest Hemingway, La gran cruzada (también de 1940 aunque publicada en 1978) de Gustav Regler, o Homenaje a Cataluña (1938) de George Orwell, que tiene un halo panfletero más evidente, militante incluso. En efecto, la mayoría de las obras citadas podrán ser un homenaje a la causa republicana, incluso un canto de amor a España y a los españoles; pero, siendo como son también una mirada crítica sobre el desarrollo de los hechos, y en especial las rencillas, incompetencias e impotencias dentro del campo republicano, también son la crónica de fracaso sin paliativos. La esperanza de Malraux pretende ser todo lo contrario, por eso acaba con la victoria republicana de Guadalajara y sus personajes se debaten entre la derrota y el triunfalismo, porque quiere convencer a sus lectores que la causa de la república todavía no está perdida. Desde luego no si ellos hacen todo lo que esté en su mano para revertir lo que la mayoría de las crónicas del momento anunciaban como una victoria cierta del bando nacional en razón del apoyo internacional, el de la Alemania nazi y la Italia fascista en especial, en contraste con esa oprobiosa neutralidad de las llamadas democracias occidentales entre las que Malraux, pese a su militancia comunista, se empeñaba en situar a la República Española.
He visto a las democracias intervenir contra casi todo, salvo contra los fascismos. (La esperanza)
Y por eso también la mayoría de los personajes y situaciones que aparecen en la novela acaban pecando de un esquematismo que los alejan, por ejemplo, de esos otros de Por qué doblan las campanas de E. Hemingway o de la mirada tan militante como crítica del narrador de Homenaje a Cataluña de G. Orwell. Todavía más, ni siquiera las grandes novelas sobre la Guerra Civil escritas por autores españoles simpatizantes de la causa republicana como el tercer tomo de La forja de un rebelde (1941-46) de Arturo Barea, o la trilogía sobre la Guerra Civil de Max Aub compuesta por Campo cerrado (1943) Campo de sangre (1945) Campo abierto (1951) pecan del aliento panfletario que rezuma La Esperanza de A. Malraux por muy justa que nos pueda parecer su causa. Los libros de los españoles citados son ante todo un relato memorístico de lo vivido animado tanto por el deseo de justificar el papel de cada cual durante la Guerra como el de aportar su visión sobre las causas de la derrota republicana. Son obras, si, escritas a posteriori, si bien que al poco del final de la guerra y por lo tanto con el recuerdo de los vivido todavía caliente. La novela de Malraux, en cambio, fue escrita no solo durante la guerra, sino también para la guerra.
En circunstancias como éstas, me intereso menos en las razones por las cuales los hombres se hacen matar que por los medios que tienen para matar a sus enemigos. (La esperanza)
Es una novela de combate en la que el enemigo es el mal sin matices, por eso en ningún momento se mencionan sus razones, ni siquiera para rebatirlas, tampoco de la heterogeneidad de las fuerzas que lo componen al igual que las del bando republicano. El enemigo se engloba casi siempre bajo el epígrafe de “el fascismo” o “los fascistas”:
Hay que terminar con el fascismo: como se lo dije en Noisy-le-Sec a nuestros “conservadores”: no son las momias las que conservan Egipto, ¡Es Egipto el que conserva a las momias, señores!
Es de suponer que para que al lector extranjero no le quepa duda de a quiénes se enfrenta la causa republicana a pesar de las particularidades del bando nacional propias de la política e idiosincrasia española que podrían confundir a dicho lector. En cualquier caso, y por si todavía cupiera alguna duda al leer el libro de por qué urge derrotar a ese enemigo, este aparece siempre en como el responsable de los bombardeos indiscriminados a la población civil o del exterminio de los republicanos como en el terrible episodio de Badajoz. Hechos perfectamente conocidos por todos más tarde, pero que en aquel preciso momento, en plena guerra, todavía eran desconocidos, siquiera ya solo obviados, por la opinión pública extranjera. Sin embargo, si Malraux procura no ahorrar detalles acerca de las atrocidades del bando nacional, sí omite esos otros hechos tan luctuosos como los primeros que sucedían en el bando republicano como las “sacas” y “paseos” de los presos tras juicio sumarísimo, las quemas de las iglesias y los asesinatos de religiosos, e incluso la guerra intestina entre trotskistas y comunistas de la que George Orwell nos dejó un testimonio sin igual en su magnífica y muy ilustrativa Homenaje a Cataluña.
Es evidente que Malraux omitió todos esos hechos luctuosos porque perjudicaban a la causa republicana y sobre todo al objetivo propagandístico de su novela. Un objetivo que no solo era ganarse la simpatía de los lectores sino también exponer sus teorías acerca de cuál debía ser la estrategia del bando republicano para ganar la guerra y, sobre todo, para qué. No olvidemos que por aquel entonces Malraux todavía era un militante convencido del partido comunista francés, por lo que sus tesis en La Esperanza coinciden en su mayoría con las del partido comunista español, el cual, si bien que a instancias de la internacional comunista que con Stalin a la cabeza veía en la Guerra de España la ocasión propicia para instaurar un régimen similar al soviético. De hecho, en la mayoría de los diálogos que mantienen los combatientes en los descansos entre una batalla y otra, Malraux aprovecha no solo para que sean estos quienes debatan sobre política, moral o religión, exponiendo así las razones que motivan a los republicanos para defender su causa e incluso su furibundo anticlericalismo ante una Iglesia como la española aliada de siempre con los explotadores, sino también la necesidad de abandonar el sistema de milicias partidistas para crear un verdadero ejército republicano profesional, es decir, la propuesta del partido comunista para acabar con la desorganización.
El coraje es un problema de organización. Queda por saber quiénes son los que quieren ser organizados.
También con la indisciplina y sobre todo ineficacia de los combatientes republicanos.
Ningún coraje colectivo resiste a los aviones y a las ametralladoras. En suma: los milicianos bien organizados y armados son valientes, los otros se escapan. Basta de milicias, basta de columnas: un ejército.
Con todo, Malraux se alinea no solo con la estrategia militar del partido comunista del que poco más renegará precisamente por su comportamiento totalitario durante la Guerra Civil española, sino que hace también una vehemente defensa de la acción en momentos de conflicto frente a la irresolución que parece caracterizar a las autoridades republicanas, las cuales se debaten de continuo entre la defensa numantina de su causa y el derrotismo que les tienta a querer pactar una paz con sus enemigos al precio que sea.
Antes, los nuestros eran disciplinados porque eran comunistas. Ahora, muchos se hacen comunistas porque son disciplinados.
De ese modo, Malraux aludirá al episodio de Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca como el ejemplo en el bando contrario del intelectual que se debate todo el rato con los matices estériles resultando un obstáculo a diferencia del militar exaltado e implacable como Millán Astray que no se permite titubear un segundo en su determinación a utilizar todos los medios a su alcance para derrotar a su enemigo.
Así pues, resulta prácticamente imposible negar el carácter panfletario de La Esperanza de A. Malraux a pesar de sus cualidades literarias, es decir, del innegable talento narrativo que el autor demuestra en sus páginas, sobre todo a la hora de construir una novela que es más coral, de voces, que de personajes dado el esquematismo de la mayoría de ellos, al fin al cabo prototipos de las circunstancias del momento, y escenarios, no solo bélicos, con un lirismo tan intenso como eficaz a la hora de convencer al lector de la veracidad de lo que se cuenta. Una eficacia que Malraux consigue mediante una prosa de frases cortas pero muy contundentes e incluso grandilocuentes,
¿Y Cristo? -Es un anarquista que ha triunfado. El único.
de diálogos en los que sorprende su buen oído para diferenciar y sobre todo retratar a los personajes según su propia idiosincrasia y en donde no faltan las contradicciones de estos que los humanizan definitivamente.
Lo difícil no es estar con los amigos cuando tienen razón, sino cuando se equivocan.
Por si fuera poco, Malraux imprime a su texto una agilidad narrativa que hace que las quinientas y pico páginas de La Esperanza se lea de una tacada gracias a la naturalidad de esos diálogos como a la descripción de unas escenas bélicas contadas como nunca antes. De hecho, y en opinión del que subscribe estas líneas, son precisamente esos diálogos con las contradicciones de sus personajes y la crudeza de las escenas bélicas quienes hacen de La Esperanza un libro que supera con creces ese designio panfletario que justifica el libro y que, por eso mismo, lo habría condenado al olvido una vez periclitada la causa que lo animaba.
No es posible hacer un arte que hable a las masas cuando no se tiene nada que decirles, pero nosotros luchamos juntos, queremos hacer juntos otra vida y tenemos muchísimas cosas que decirnos.
Claro que el devenir de La Esperanza de A. Malraux tampoco parece haber sido todo lo afortunado o justo que habría merecido de atender en exclusiva a sus virtudes literarias. De hecho, tengo para mí que La Esperanza es un libro olvidado, siquiera solo en comparación con otras obras con una temática muy parecida, por tratarse de aquellas que aportan un testimonio muy personal y sobre todo original, incluso literariamente elevado o exquisito, sobre episodios históricos o ideológicos muy concretos como podrían ser Kaputt (1946) de Curto Malaparte o Vida y destino (1980) de Vasili Grossman, por citar dos obras de carácter muy diferente, sobre todo entre sí. No lo ha sido a pesar de sus evidentes méritos literarios, al menos no tanto como los libros de Hemingway o Orwell, verdaderos y permanentes referentes para cualquiera que quiera acercarse a la Guerra Civil española desde el punto de vista de un extranjero que además fue testigo directa de esta, y tocaría pensar por qué. Por un lado, siquiera ya solo respondiendo a cierta lógica, podríamos pensar que una vez perdida la Guerra Civil una obra como La Esperanza habría dejado de tener sentido; pero, y aquí siento insistir por enésima vez, eso habría sido de tratarse de un simple panfleto, no de uno cuyo valor literario pudiera trascender el objetivo inicial para el que había sido concebido. A decir verdad, una vez perdida la guerra el valor intrínsecamente propagandístico y hasta simbólico del libro de Malraux,
La fuerza más grande de la revolución es la esperanza.
un mensaje precisamente de esperanza para la gran guerra que estaba por llegar y acaso también para todas las venideras. Un mensaje que una vez finalizada la II Guerra Mundial, y con la amenaza soviética sobre las democracias liberales a la vuelta de la esquina, amén de todas las evidencias que empezaban a llegar acerca de carácter decididamente totalitario y hasta criminal del régimen del llamado padrecito Stalin, habría quedado muy descafeinado en razón de la militancia comunista de Malraux cuando escribió su novela. Sin embargo, y dado el sonado bandazo ideológico de Malraux al final de la ocupación alemana de su país tras su defección en toda regla de las líneas comunistas, la cual había comenzado en España, continuó durante su actividad como destacado miembro de la Resistencia francesa y culminado, del modo más sonoro que pocos podían imaginar, como entusiasta defensor de las políticas del general De Gaulle, de cuyo gobierno fue ministro de cultura desde 1958 a 1969.
Así pues, La Esperanza parecía condenada a ser poco más que el testimonio de una derrota; pero, ya no solo el de la causa republicana española, sino también el de buena parte de la izquierda europea que tras haberse ilusionado con el comunismo en su versión soviética como la única alternativa factible a las democracias de corte liberal, las cuales, según ellos servían en exclusiva al capitalismo internacional, había acabado descubriendo que solo se trataba de otra forma más de tiranía, si acaso la peor de todas porque ésta además se justificaba a sí misma en función de los ideales de igualdad y justicia por los que muchos habían luchado e incluso dado su vida como en las tierras de España. No es de extrañar, pues, que un libro como La Esperanza acabara convirtiéndose en algo muy diferente a aquello para lo que había sido concebida y por ello condenada prácticamente al olvido. No obstante, puede que eso fuera la reacción lógica provocada por el desengaño de varias generaciones que habían creído precisamente en ese canto a la esperanza que es la obra de Malraux. Para las generaciones que hemos llegado después del desengaño, siquiera que no lo hemos vivido tanto en nuestras propias carnes como en las de nuestros mayores, La Esperanza de André Malraux merece un juicio mucho menos militante, pero no por ello menos apasionado, una vez leída ya desde la distancia que da el tiempo y en especial el juicio decisivo de la Historia sobre personajes como Malraux, los cuales fueron denostados en su momento por los ortodoxos a los que abandonaron en su ortodoxia. Un juicio libre de los prejuicios ideológicos de cada cual y por ello más sosegado y constructivo que el que hicieron los contemporáneos de su autor, un juicio en el que Malraux ya no es solo, o principalmente, el chaquetero que escribió una obra propagandística para ponerse el valor sobre todo a sí mismo, el oportunista que solo respondía a los mandatos de su vanidad y de ahí su acreditada tendencia hacia la grandilocuencia y, ya muy en especial, ese querer figurar a toda costa y en todo momento como protagonista de la Historia más que como simple testigo. Tentaciones o defectos del personaje en el que se convirtió Malraux hacia el final de sus días y que yo no niego de acuerdo a todo lo que sabemos sobre su trayectoria; pero, que tampoco ocultan en mi opinión que la razón última de esa supuesta vanagloria no era otra que una pasión ilimitada por valores como la libertad individual y la justicia sobre todas las cosas, pues eso es lo que se trasluce, no solo en todas y cada una de las actividades que emprendió como aventurero, político e incluso icono de la intelectualidad de su país, sino sobre todo en su obra escrita.
El sueño de la libertad total, el poder al más noble, o algo por el estilo, todo eso forma parte a mis ojos de aquello por lo cual estoy aquí.
La Esperanza de André Malraux es, por lo tanto, el testimonio mejor logrado de la pasión por unos ideales muy concretos, pero no solo los de su autor en su momento, sino también el de todos aquellos coetáneos que como él, supieron apasionarse por ellos en lugar de aceptar las cosas tal y como se las habían encontrado y a pesar de todo lo que vino después, de todos los bandazos dados y esos defectos como la vanidad tan consustanciales a la condición humana. La Esperanza de Malraux es un documento literario magnífico.