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Por Ricaurte Losada Valderrama
Es una desgracia, y así hay que decirlo, que Colombia haya vivido en guerra a lo largo de su historia republicana prácticamente todo el tiempo, pues, para intentar resumirlo, hemos tenido once guerras civiles nacionales, fuera de las provinciales, debido a las cuales se han presentado pérdidas irreparables como la de Panamá, además de un conflicto armado de varias décadas, con millones de desplazados y asilados, donde reina el secuestro y la extorsión y, por supuesto, la desolación y la muerte.
No se respeta siquiera el derecho internacional humanitario que es el derecho de la guerra, ideado, justamente por no poder derrotar la guerra, pues ha habido campos de exterminio al mejor estilo nazi de la segunda guerra mundial, con prácticas macabras de descuartizamiento de personas, desapariciones, secuestros, trescientas mil personas desplazadas por año y miles de millones de pesos de la salud, la educación y la infraestructura en manos de organizaciones al margen de la ley, entre lo tanto que por la guerra padece Colombia.
Todo ello y mucho más es debido a la existencia objetiva de unas causas que el Estado y la sociedad no han extirpado, a las cuales me he referido en otra ocasión, entre las cuales, una es la lamentable vigencia de una cultura violenta que se expresa en los distintos aspectos y campos de la vida nacional y que estamos obligados a cambiar por una de paz y convivencia.
Dentro de este marco se ubica la brutal, inaudita e incomprensible reaparición de la violencia en los estadios que afecta de manera ostensible el balompié, deporte estrella en el país y en el planeta, al punto que uno de los únicos momentos importantes de unión nacional se presenta cuando juega nuestra selección.
Frente a ello y a la violencia generalizada que arranca desde el hogar y se explaya por todos los estamentos y actividades de la sociedad colombiana, con manifestaciones violentas de distinto género hasta llegar, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), a 64 grupos delincuenciales, contabilizando los frentes de guerra de las dos disidencias de las Farc, como grupos armados que desarrollan una guerra abierta por el control del territorio y rentas ilegales ligadas con el tráfico, la minería ilegal y la extorsión, ante todo, en regiones periféricas situadas en las fronteras terrestres y marítimas.
Entonces es difícil enfrentar esta multiplicidad de grupos armados, de los que solo 24 han expresado su voluntad para explorar opciones de diálogo y sometimiento a la justicia, para lo cual lo primero es un marco normativo que precise los términos del sometimiento de los grupos armados organizados sin carácter político.
De modo que la violencia en los estadios es apenas una de las expresiones de la violencia generalizada y tradicional que padece Colombia, solo posible de combatir eficazmente a través de la construcción permanente y sin pausa de una cultura de paz y convivencia, que parte de la educación, haciendo del Estado una organización más eficaz que tome medidas concertadas y a tiempo para que impere la cordura, la seguridad y el bienestar.
Se impone entonces una pedagogía permanente de paz y convivencia, que arranca del hogar.
@ricaurtelosada