
News Press Service
Por Elías Prieto Rojas
Acá haciendo fila para la segunda dosis. Ya nos metieron la primera y hoy nos aplican la siguiente, y completamos, para quedar a paz y salvo con la humanidad. Ya no seremos, al menos por ahora, causantes de contagio alguno en términos del Covi. Por supuesto que estamos contentos. Llegamos a las cinco y cuarenta y cinco de la mañana. Doscientas personas. Hace un mes éramos quinientos individuos esperando la inyección benéfica. Son las seis y treinta. Ingresamos. Miro al cielo y el sol no se ve por ningún lado. Recuerdo que el viernes 13 de junio de 1956, cómo pasa el tiempo; ese día mi General Gustavo Rojas Pinilla les gritó a todos los políticos de mi bella Colombia: «¡Quietos, o se mueren!», y el militar se montó en el poder y con su intrépida acción salvo a la población civil de una cruenta y brutal guerra entre liberales y conservadores. De esa crucial y decisiva fecha han pasado exactamente sesenta y cinco años. Estamos dentro de las instalaciones del Boulevard Niza, centro comercial al noroccidente de la ciudad de Bogotá. Hace frío. Húmeda la capital. Nos dice uno de los relacionistas del evento que a las siete y media se inicia la vacunación. Ya he tomado tinto. Mi compañera no quiso. A mi lado, Nicolás, hijo que decidió acompañarnos. El hombre tiene diecisiete años. Pienso que sí puedo convencer a los organizadores, es posible que también a él se la apliquen… pero al mirar en la plataforma, Nicolás no tiene comorbilidades. Ahora estoy sentado en una de las bancas del Boulevard. A mi costado derecho, una dama; a la izquierda, otra. Ahora, se me viene a la memoria el recuerdo de mi primogénito -treinta y cuatro años. En este mismo instante lleva cuarenta horas sentado en una misma silla, en un mismo sitio, con los mismos acompañantes, y los mismos enfermeros y en la misma situación, y creo que no está cansado: apenas exánime, abrumado y rendido. Le aplican oxígeno. Impaciente. Centro de urgencias, sur de la ciudad, EPS Sanitas; ya le dieron de alta, pero allí permanece, otro día más –qué suplicio-, porque debe llegar a su apartamento con una bala de oxígeno. Están escasas. De las otras, si abundan en mi país. Toca esperar. Ojalá el varón no se derrumbe porque, y por qué no decirlo: «la espera, mata». Cuatro días antes le fui a solicitar una teleconsulta, para mi hijo mayor, Manuel Alejandro. Tos y tos y tos y tos y tos; ejem! Y le dieron la cita para el viernes 11 de junio, pero no lo llamaron. Y el hombre en medio de un fuerte dolor abdominal empezó a llamar: A quejas, reclamos, citas, felicitaciones; nunca contestan: «En este momento tenemos un volumen alto de llamadas, le rogamos esperar»… Y lo contacto por celular y me ladra que no lo han llamado y maldigo y salgo como volador sin palo y llego al sitio donde me agendaron la cita y luego de cinco minutos me salí de la ropa y «pégueme si es tan varón», y un enfermero me desafía a la pelea y yo preparando patada voladora, y energúmeno y fuera de mí, y afortunado, que atajaron al sujeto porque de no ser así el salvaje me agrede… qué pena por el mal ejemplo que dí, pido perdón, sólo que tantas frustraciones, tantos dolores, tantas tristezas de mi pueblo… Y no sé qué va a pasar con la protesta social en mi adorada nación. Son las siete y seis y todo sigue lo mismo. Esperar. Unos en cuclillas, otros de pie, algunos sentados, deambulan… callados, hablan, se paran. Afuera la ciudad duerme y los afortunados, de puente, veraneando en otras ciudades. Y digo afortunados, porque la pobreza mata más que el Covi. Llamo a urgencias, al otro lado de la ciudad, a Manuel Alejandro. Parece que el economista, duerme; ojalá. Se acerca la hora. Estamos haciendo fila. A la distancia vemos que traen la hoja donde se firma el consentimiento. Una para cada uno. Llegan. Me toca el turno 91 (arriba del formulario aparece el número). Visualizo que apenas me apliquen la segunda dosis elevaré una plegaria al creador y entonces, mi respectiva bendición. Siete y veinticinco. Subo a buscar la cabeza de la fila, necesito preguntar si es necesario escribir la EPS responsable. En el caso mío, Aliansalud, esa es la mía, que nunca me llamó para ofrecerme la vacuna. Ni siquiera, para comprarla. Y también debo preguntar, si es necesario poner el nombre de mi apoderado, en caso de algún complique. Escucho atrás una voz que me dice “papá” y de inmediato pienso en mi hijo Alejandro. Quiera Dios que no le haya pasado nada. Nadie, me ha hablado, y no creo en fantasmas… Un señor dice que para la segunda dosis se debe hacer otra fila; pero no es cierto (se rompió el orden). Ayudo porque tengo voz grave y potente (un poquito lambón), grito: “En la parte superior derecha de la hoja poner nombre y número de celular”. Son las siete y cuarenta y seis. Camino hacia delante buscando una silla. La ubico, y cuando me dispongo, sentado, a llenar la cuartilla, alguien de la fila me susurra que «si ve lo que hacen los ricos para acabar con tanto zarrapastroso», y de inmediato me le rebeló: «No, yo no creo en eso, la información que conozco dice que el virus se escapó de un laboratorio, o pudo ser traído por un murciélago, eso aún no se sabe; pero tantas habladurías, que al aplicar la vacuna introducen un chip para robotizar a los individuos, no»… mejor me callo. Yo creo en la ciencia. Ocho un minuto y todavía no se inicia la vacunación. Llego a la cabeza de la fila. Ocho y cinco. Abren la puerta. Descubro dos hileras. Una para quienes tienen cita y la otra para los no agendados. Cinco de una y cinco de la otra fila. Sentado. Escucho comentarios. “A mí me afectó. Luego de la primera dosis, duré con un dolor de cabeza durante dos días”. Y dice la misma señora que “a un médico amigo lo tumbó la primera dosis. Lo mandó a la cama, ocho días”. Sentado, miro a la gente que se dirige a la entrada del puesto de vacunación. Caminan orgullosos, seguros, alegres. Quiero gritar que !viva la ciencia! Yo chillo por todo, pero me contengo. Me detengo un momento, estoy cansado de pensar y de escribir. Le pregunto a quien se acomoda a mi lado: ¿Y qué pasaría si aplican por error en la primera, Sinovac, y en la segunda AstraZeneca?»… “No sé, pero en Europa están combinando Pfizer y AstraZeneca y nada ha pasado»… Regreso donde está mi compañera. Una camiseta de Colombia. Hoy juega nuestra amada selección, contra Ecuador, primer partido de la Copa América. Siga. Pregunto a quien pide mi hoja: «Al mezclar marcas de vacunas, qué pasaría». Es malo, me responde. ¿Y por qué?… no le hace efecto… Ocho y cincuenta, me inoculan. Luego una chica nos dice que, si hay dolor de cabeza, desaliento, o dolor muscular… acetaminofén o similares. Recuerdo lo que dijo la señora hipocondriaca y me sicoseo, pero que va. Ocho y cincuenta y cinco, me siento como nuevo. Buscamos un sitio para tomarnos un café y me despido del boulevard, pero antes, leo en un cartel » Cada hora, 9 niños o niñas son víctimas de abuso sexual y serán enviados a un orfanato, sé la voz para exigir”. Ya en la calle, andamos y parece que se nos abrió el apetito. Stella pidió huevos pericos con chocolate y Nicolás y yo, calentado paisa: arroz mezclado con frijol rojo, chorizo, huevo frito, arepa y también chocolate. Ese fue el bendito efecto que nos produjo la vacuna. Pago. Al fondo, se escucha una canción: “Aún puedo ver el tren partir, y tú triste mirar, escóndeme aquellas lágrimas, volveré, cómo podré vivir…
13 de junio, 2021.