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POR GERNEY RÍOS GONZÁLEZ
Los anglosajones en Norteamérica difundieron la ideología según la cual, lo mítico de sus ancestros descendía de la raza germana, cuyas raíces se hundían en la India. En consecuencia, provenían de la “cuna de la humanidad” y eran superiores conservándose “pura” la raigambre; con el itinerario del sol en el espacio, descendió el poder a las montañas para sojuzgar al imperio romano y luego al resto del mundo. Con tales consignas los invasores de América acrecentaron la violencia y el exterminio de las tribus dueñas de la tierra en un intento bárbaro de civilización. Los extranjeros solo vieron en los indígenas, tribus cuya degeneración debían erradicar a sangre y fuego. Un informe de míster Bell al comité de asuntos indios del Congreso de EE.UU. en 1830 determinaba “el derecho de las naciones civilizadas a establecerse en las tierras conquistadas exterminando a las tribus salvajes”. El negro desea confundirse con el europeo y no puede. El indio podría conseguirlo hasta cierto punto, pero desdeña intentarlo. El servilismo de unos le entrega la esclavitud y el orgullo del aborigen, también la muerte.
Aquí intervino la Corona Española para proteger a los indios en su derecho de posesión inalienable. Se les dio condición de nación y fueron proscritos los embargos de la tierra y los bienes o venta a los colonos y se frenó en parte la codicia de los invasores. Tratando de no parecerse a los españoles, los ingleses “repartieron” parcelas a los indígenas para que las cultivaran y convirtieran en granjas y las dejaran a la descendencia. De esta forma, tribus de mohicanos, seminolas, creeks, choctaws, chikasaws, cheroquis, fueron “alineados” en la nueva cultura y resolvieron aceptar la nueva vida, no así otras tribus que con su autonomía eran un estorbo a la colonización del Oeste; asediados, hostigados, combatidos, los originarios que no quisieron granjas, fueron forzados a retirarse hacia el Misisipi con suprema violencia, entre 1815 y 1830.
Fueron los padres de la Constitución de Estados Unidos los que orientaron la entrega de tierras y granjas a los indios, destacándose los presidentes, Thomas Jefferson (marzo 1801 – marzo 1809), Andrew Jackson (marzo 1829 – marzo 1837) y Franklin Pierce (marzo 1853 – marzo 1857), este último quien con la aceptación de los colonos de Tennesse, Georgia, Alabama y Misisipi, aprobó la masiva deportación de los indios hacia el río, a las reservaciones acordadas. Seminolas y cheroquis que se habían plegado a las pretensiones de los “carapálidas”, de vivir como lo ordenaban, fueron también desalojados de sus propiedades.
En este éxodo forzado hacia el Misisipi, en el llamado “camino de las lágrimas” murieron cuatro mil indios. Según dijo Andrew Jackson “se levantaron granjas y ciudades llenas de todas las bendiciones, la libertad, la religión y la civilización”. No paró allí el acoso a los legítimos dueños de la tierra: el Congreso de Estados Unidos prohibió en 1871 celebrar contratos entre los gobiernos de los Estados y los indígenas; era tanto como aceptar una nación dentro de otra, desconociendo la legitimidad de la heredad.
Así, se promulgó el Acta de Henry Dawes de 1867, cuya finalidad, “ayudar” a los indígenas americanos a ser dueños de su propio rancho y obligados a pagar impuestos al Estado. Sin embargo, los colonos blancos “compraron” la mayor parte de las tierras aborígenes. Un lustro atrás, los cazadores e invasores estadounidenses mataron millones de bisontes con el fin de que los amerindios murieran de hambre y desespero. Lo precedente aconteció en Cunday, suroriente del Tolima, con motivo de la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo (1966 – 1970), cuando a los campesinos de origen indígena se les entregó parcelas. Los nuevos propietarios al no tener conocimiento para poner a producir estas granjas agrícolas y presionados por la violencia, decidieron canjearlas por cerveza y bebidas embriagantes.
Además de la gran calamidad sangrienta y arbitraria que fue el descubrimiento y conquista de los territorios del norte, centro y sur de América, las enfermedades y el alcoholismo hicieron sus estragos en los indígenas. Las tierras eran vendidas a menor precio a comerciantes y colonos inescrupulosos que aprovechaban la inferioridad de la raza perseguida. Cambiaban propiedades por cachivaches, armas y licor, con lo que engañaban a tribus empobrecidas, famélicas, desnudas, afectadas por epidemias, sarampión, tosferina, paperas y tuberculosis, que al contacto con los “carapálidas” éstos transmitían.
Los blancos alegando ser “asistidos por la providencia” repartían ron a los indios para someterlos a leoninas negociaciones de tierras, cultivos y ganados. Ebrios, los endémicos cedían terrenos a los oscuros granjeros de la época. En esta forma los “carapálidas” quitaron a los cheroquis 139 millones de acres en Misisipi. Franklin Pierce bien lo dijo en sus escritos biográficos, “si era el designio de la providencia extirpar aquellos “salvajes” y dejar sitio para los cultivadores de la tierra, no parece improbable que el ron haya sido el medio indicado. Ya ha aniquilado a todas las tribus que antiguamente habitaban el litoral”. Los europeos presentaban el contrato de compra acompañado de una o dos botellas de rústico ron con el cual enloquecían a los nativos.
El presidente Andrew Jackson había prestado la protección a las diezmadas comunidades desterradas al oeste del Misisipi: “El hermano blanco no los molestaría en esas reservaciones, no tendrá derecho sobre vuestras tierras; allá podréis vivir vosotros y vuestros hijos, en medio de la paz y la abundancia, por tanto tiempo como crezca la hierba y discurran los arroyos: os pertenecerán para siempre”. Demagogia barata, esas promesas. Allí llegaron los “carapálidas” para quitarles la tierra, sus cosechas, sus bienes materiales, los animales que constituían el sustento y violar a sus mujeres. En 1878 los “Búfalos Bills” mataron a cinco millones de estos animales salvajes y correspondió al gobierno mantener a las tribus con asignaciones de dinero al año y provisiones. Pero los indígenas utilizaban la plata en juegos y la gastaban en ron con los cuales se embrutecían. El dos veces presidente Grover Cleveland en 1885 lo decía: “Ebrios y ladrones son los indios porque así los hicimos; pues tendremos que pedirles perdón por haberlos hecho ebrios y ladrones y en vez de explotarlos y renegarlos, démosle trabajo en sus tierras y estímulos que los muevan a vivir, que ellos son buenos, aun cuando les hemos dado derecho a no serlo”.
En 1885 apenas quedaban 300 mil indígenas de diversas tribus; a la llegada de los europeos contabilizaban un millón; en 1900 sumaban 230 mil; para 1970 censados 343 mil; lo que indica el peor genocidio en tierras norte americanas conquistadas por el hombre blanco.