

News Press Service
Por Elías Prieto Rojas
En medio de tanta violencia es inevitable que el ser humano dedique parte de su escaso tiempo fuera de las factorías (sic), para elevar sus ojos al cielo siempre en la búsqueda de paz interior. Por eso, nos vamos a referir al viaje que realizamos gran parte de nuestra familia, chicos y grandes, a Soracá, Boyacá, población ubicada al norte, a dos horas y media de Bogotá, frío, final de agosto, época de cometas. Es de fama, nacional e internacional, las noticias, según las cuales, se encuentra en esas rutas del Libertador, un sacerdote, el padre Álvaro Puerta, con un gran poder de sanación, concedido por Dios.
Y sus fieles acuden en masa por el milagro.
Enfermos de todo el país, por millares, hombres y mujeres, acuden al altar “Santuario”, improvisado en medio de una gran zona verde para escuchar la homilía que en medio de absoluta concentración y reverencia dirige el pastor mencionado.
La fe salva. Los milagros se realizan. Gloria a Dios.
MOTIVO FAMILIAR
Acudimos ante la presencia del Señor, porque una mujer, cercana al corazón –oh ser querido-, tiene un incipiente cáncer en el útero… ahora, por miles de razones creemos que Dios hizo el milagro. Y aunque ese fue el motivo central y superior de la peregrinación, se aprovechó también el fin de semana, para orar y también pasear, reunidos en familia.

Fue necesario contratar una camioneta Van que recogió a los creyentes, diecinueve personas, en sus respectivas casas. El autor de esta crónica, junto con su fiel señora Stella, y Nicolás, hijo, futuro ingeniero de sistemas, fuimos los últimos acomodados en el vehículo. Y para sorpresa de este servidor, nuestras sillas, que nadie reservó, las dejaron –las buenas gentes, de mis otros familiares- en plan que las utilizáramos como en primera clase-, pues eran sus asientos, ubicados, luego de la silla concedida al piloto.
Vale la alegría, no la pena, agradecerle al grupo, el cual permitió tal distinción, a quien escribe y en beneficio de mi hogar, la distribución de los puestos.
A esa hora, siete de la mañana, los carros saliendo de Bogotá no fueron demasiados y aunque su movilización se presentó tortuga, después del primer retén la marcha se reguló precisando las manecillas del velocímetro la cifra promedio de 80 kilómetros, por hora.
DESAYUNO
Para todos es conocido que para evitar bajones de azúcar se debe ingerir, cuánto antes, algún tipo de alimento.
Llegando a Ventaquemada, Boyacá, paramos en un humilde restaurante ubicado a la vera del camino (del hambre, no me fijé en su nombre); todos en jauría decidimos sentarnos a manteles, escasos, por cierto, pero bueno, no critiquemos tanto.
Caldo de pata, huevos al gusto, chocolate y pan. Otros y otras, pidieron tinto con envueltos de mazorca, algunos caldos de costilla con papa, queso doble crema, aguadepanela y bueno: aplicados todos consumiendo el sagrado alimento…

Dos veces le hice cambiar la pata, que fue dos veces metida por la dueña del restaurante; y todo porque en las dos ocasiones me trajo casco en lugar de pata. La tercera fue la vencida: trozo justo de fémur vacuno, sólo que venía demasiada dura la pieza; ni a mordiscos me la pude comer, entera la deposité en mi estómago.
Cuando pasó la señora, atareada de tanto agite, le ladré: «¡Oye mi señora, con todo respeto, a esa pata hay que meterla en una olla para que haga pipi… pipi… pipi… mínimo quince veces!
Pagamos al estilo americano; cada desayuno por valor de 17.000. Y seguimos con nuestra peregrinación.
EN SORACÁ
Sin demasiados contratiempos arribamos a Soracá. La camioneta se estacionó en las goteras de la población, en un gigantesco parqueadero. Se preveía que, a la salida del oficio religioso, programado sobre las cinco de la tarde, los trancones debían hacer su agosto, como en efecto sucedió.
Caminamos, mal contadas, quince cuadras, siempre en subida, y mientras tanto, panales enteros, muchos enjambres de comerciales nos cerraban a cada momento el paso: arepas boyacenses, alfandoques, bocadillos, mandarinas, plátanos verdes y amarillos, almojábanas; sombreros vueltiaos y de los otros, manillas, pulseras, estampas religiosas; y por la otra acera, en locales y sobre los andenes: chorizos, papa criolla, morcilla, pescuezos, gallina sudada, longaniza, mondongo, mute santandereano, caldo de pata y cuando la canosa señora me invitó a que degustara sus manjares, en un plato blanco vi una exquisita pata, temblando, grande y tierna; al preguntarle por su precio me habló la dama como la dueña de cinco estrellas Michelin: (y precisaba la información tocando cada uno de sus dedos); «caldo de pata, o de mondongo, de costilla, mute, o mazamorra chiquita, con huevos al gusto, chocolate y pan, por sólo 12.000 pesos. Debo confesarles qué volveré, y pronto, a Soracá. Y yo pagando caldo de pata a la vera del camino y bien tiesa y cara.
Es de anotar que en algún momento me encontré a una de las policías que patrullaban el sector. Ojos grandes, luminosos, labios bien formados, cabello brillante, mejor dicho: representante perfecta de nuestra autoridad. Al verla no se me ocurrió nada, sólo que seducido por su belleza e iluminado le solté uno de mis mejores versos…
-Buenas tardes, mi estimada policía, yo respeto y obedezco la autoridad, pero no importa que me calumnien ni que me acusen de batracio, iré al cadalso, si es preciso, si usted tiene a bien ser mi verdugo…
Casi salgo a correr, pero para no despertar sospechas, le hice el saludo militar también a su compañero…

PADRE DE OCHO HIJOS
Al coronar la cima antes de llegar al Santuario donde oficia la misa el Padre Álvaro Puerta, con varios hombres de la familia decidimos tomarnos un refresco. Kola y Pola. Y con semejante sed.
El establecimiento donde elegimos consumir la bebida se encontraba rodeado de incandescente luz solar, abarrotado de familias enteras aplicadas en su degustación: carne a la llanera, papa, ají y sopa de mondongo y otras variedades; un recinto al aire libre, con siete mesas, treinta asientos comunales, quiero decir, tablas largas sostenidas en sus extremos por dos cortos, pero robustos troncos, un Mazda Station Wagon, abandonado en un rincón y nosotros, cinco sedientos hombres consumiendo Kola y Pola.
Mientras la gente va devorando sus platos y demás, observo a un hombre obeso de 40 años, al lado de cinco infantes, tres niñas y dos niños, uno de ellos llorando, arropado entre los brazos de su madre. La familia que describo se ubica a escasos metros del sitio de nosotros, los sedientos. En silencio vigilo cada uno de los gestos y conductas de los niños y de su padre y madre quienes siguen concentrados trabajando con la cuchara y también con sus manos. En determinado momento le subo volumen a mis palabras y ante el auditorio me dirijo al niño (9 años) …
-Bueno, me imagino que estará estudiando… ¿qué curso está haciendo?
El hombre obeso me mira, respetuoso; se para, luego se sienta en otra silla, diagonal a mí: «Sí, él está estudiando…
-Qué curso está siendo mijo»… -cuarto, -responde el niño.
Y entonces, como soy educador y porque deseo insistir, una vez más, en la importancia del conocimiento me lanzo a preguntarle:
-Qué bien, mi niño, si usted me contesta esta pregunta, fácil para sus años y estudios, le regalaré uno de mis libros.
El niño dejó su plato y cuchara, expectante… no respondió. Preguntas sencillas para su edad; después de seguir hablando y de tomar confianza con el padre entrevistado le solté a éste el comentario motivo de mi interés:
-Cinco hijos, es usted un gladiador, un Superman, un brillante hombre nacido en las breñas de Soracá y sus montañas, lo felicito.
-Cinco… ocho hijos tengo; acá sólo están conmigo cinco, los otros tres ya están grandes, por ahí andan…
No salía de mi asombro, un papá tan joven y ya con tantas responsabilidades.
Al final, decidí regalarle al niño, -se lo firmé-, uno de mis libros, no sin antes aconsejar al niño y a todos quienes me escuchaban de la importancia del conocimiento.
¡Un padre con ocho hijos!
MILLONES CON DIOS
La hora, motivo de nuestro viaje a Soracá, se acercaba. Un sol canicular se erguía victorioso en el firmamento. Cientos de sombrillas se abrían triunfantes como barreras ante el sol. De la distancia entre el altar y la «puerta» de ingreso al recinto, o gran potrero, se podían medir 120 metros. Ni una aguja se encontraba. Nadie se movía. El mundo apretado, apiñado. Sillas Rimax, por todo lado.
Mi cuñado Juan Carlos, insistía, desde la puerta de la gran zona verde, que llamara a los otros familiares.
Me negaba. Cómo íbamos a buscar veinte personas en medio de miles de fieles que se escondían entre sombrillas y el sol de mediodía. Pero pudo más la curiosidad por conocer al famosísimo Padre Álvaro Puerta. Aprobé el ingreso para buscar un sitio -gigante tarea-, un microscópico lugar, más abajo, para acomodarnos con Juan Carlos. Zig zag, y con cuidado, para la derecha. Zig zag, y con cuidado, para la izquierda, de frente, por los lados… qué pena señora, excúseme señor… tranquila… y entonces, después de tantos ires y venires, coronamos hasta donde nos encontramos con una barrera impenetrable compuesta por cientos de sillas que unidas entre sí nos susurraron: hasta acá pueden pasar.
Y punto. Y punto. Tocó quedarnos en la fila que atravesaba la mitad del escenario; el número diez. Desde ahí se tenía una óptica de cuarenta metros, distancia aproximada para llegar al altar de Dios.
APARICIÓN DEL PADRE ALVARO PUERTA
Sin nada diferente al silencio apareció el Padre Álvaro Puerta. Se inició la misa. El evangelio nos enseña a tener fe. A creer en el altísimo. Dentro de todos los comentarios pertinentes sobre la gracia divina y su misericordia se destacan varios sucesos que no deben pasar inadvertidos.
Del primero, que se debe entender con absoluta claridad, y que no admite discusión alguna; tiene que ver con los milagros que realiza el Señor Todopoderoso en beneficio de sus creyentes. Después de su infinito amor, demostrado a través de los beneficios que genera en favor de sus criaturas, habló el sacerdote sobre la importancia de las noticias positivas que Dios quiere que sean expresadas por sus adoradores; que Dios no desea sólo que se hable de tragedias y de dolores; que él quiere que se le ore y se le comunique y actúe desde y sobre la alegría y la vendimia y que lo demos a conocer con la sonrisa propia de hijos triunfantes.
Y por eso con el criterio de la alegría escribimos esta crónica.
Otros de los comentarios que produjo el gran Padre se basó en la presencia constante de gran cantidad de choros católicos. Que estuviéramos atentos a las cosquillas y que también, ojo: especial cuidado con nuestros objetos personales, joyas y demás.
El sol canicular hace mella en todos. Juan Carlos y yo estamos de pie y el calor agobia. Detrás de nosotros se encuentran dos sillas ocupadas por dos morrales; ni corto ni perezoso me dispongo a retirar las maletas y uno de los “bien” acomodados me dice que están ocupadas; miro hacia donde me lo permiten las sombrillas abiertas y de la sombra alguien susurra que ellos han pagado por su uso; nada qué hacer. De estoicos, ante la incomodidad, el sol, la sed y la insolidaridad de quienes están bien aplastados. Yo, que soy el más veterano decido botarme sobre el pasto y bueno, hasta que aparezca el sol de los venados.
Y estuve ahí echado, escucha activa, por espacio de veinte minutos y en el momento de la comunión pedí que alguien me diera la mano y luego de pie, emprendí mi retirada.
Aclaro: soy devoto, creo en Dios y en la Santísima Virgen y creo en su poder de sanación y en su ayuda. Pero estoy cansado y antes de la pérdida del conocimiento, decido retirarme.
Quedaron en el tintero las últimas palabras del Padre Puerta cuando le pidió a la juventud colombiana que se animen a ser padres y madres. Anotó que, en Europa, según sus palabras, la natalidad ha bajado a cero. Y que acá en Colombia no hemos llegado a esta preocupante cifra, pero que estamos cerca. No tantos viejos, fue su implícita conclusión.
FINAL DE LA COPA AMÉRICA
En alguna de las tiendas de Soracá y en medio de la muchedumbre que salía como un rebaño multicolor nos estacionamos para el partido de fútbol: final de la Copa América. Televisor, color, setenta pulgadas. Inició Colombia en ventaja. Gol de Linda Caicedo. Sigue la refriega y la intensa lucha por llenar de goles al adversario, pero nada… mientras tanto unos entran al establecimiento, (cantidades), otros emprenden las de Villadiego. De pronto la perentoria orden de quien organizó el peregrinaje:
-Nos regresamos para Bogotá. Y nos tocó dejar, muy a pesar nuestro, botado el partido».
En el colectivo y el trancón usual, y luego de la protesta, por el partido que no podíamos ver por tele, emprendimos el regreso.
Y como se pudo, en el camino, por los celulares, comenzamos a ver el partido. Empate de la verde amarela, que ahora posa de azul. Empate y atentos y en la jugada y en determinado momento todos almorzar a la vera del camino. Restaurante cachetocito y costillas de cerdo y cuchuco con espinazo y cordero al horno y a la hora de pagar y sin querer le pregunté a una de las dependientes sobre el valor de una Coca Cola, 1:5 litros. La chica nos habló de 9.000 pesos y a la hora del pago y de automático subió de precio. A 10.000. Hice el reclamo, no por los 1.000, sino que al ver personas que vienen de turismo la idea es darle en la cabeza al visitante y así no debe ser.
Antes, se nos olvidaba que todos los diecinueve miembros de la familia y otros miembros de tribus diferentes hicimos fuerza para que las colombianas ganaran la Copa América, pero no se pudo. Perdimos por penales. Otro día será. Siempre nos faltan cinco centavitos para completar el peso. Falta de jerarquía, colombianas, pero se les felicita. Gracias.
RUMBO A BOGOTÁ.
Y compramos allí en el restaurante cachetocito, envueltos de mazorca, cuajada, empanadas, arepas boyacenses, y otras viandas, y ahora sí, cansados, rumbo a la ciudad capital. Es de noche, hace frío, comienza a llover, todos en la camioneta van cansados. El conductor anota que, sí puede apagar las luces interiores y de inmediato, aprobamos. A dormir, las manecillas del velocímetro marcan ochenta y siete kilómetros, afuera anida la oscuridad y el frío hace mella. A nadie se le ocurrió llevar cobijas, ni termo, y el mundo en silencio.
Dios Mío: hoy te pedimos por la intersección de la Virgen María que nuestra familiar se cure. Que tú le concedas el milagro de la sanación y que de paso cada uno de nuestros demás familiares sigan fuertes y rozagantes frente a la vida.
Y que este humilde servidor y creyente católico sea fortalecido en la fe y absolutamente sano y perfecto de salud. Amén