

News Press Service
Por Julio César Betín López
Abogado especializado en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario
El Derecho, siguiendo la reflexión de Carlos Novoa Monreal, se erige como un obstáculo frente al cambio social, en tanto se encuentra sometido a la rigidez de una normatividad codificada que responde a un espíritu liberal e individualista, profundamente impregnado de la ideología capitalista. Advierte el autor que muchos ordenamientos jurídicos no constituyen un cuerpo coherente, sino un mosaico disperso de leyes carentes de organicidad, lo que genera inseguridad jurídica y dificulta su aplicación práctica.
Por su parte, Gabriel García Márquez, en su ensayo Colombia al filo de la oportunidad, dejó plasmada, desde hace tres décadas, una sentencia que conserva plena vigencia: “Somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo”. Tal afirmación pone de presente una realidad sociológica y jurídica nacional: la tendencia a exaltar el formalismo normativo, pero al mismo tiempo a favorecer la cultura del atajo, la trampa y la manipulación de las instituciones jurídicas en beneficio de intereses particulares mayores.
En este escenario normativo, en el que Colombia, desde la creación del Congreso en 1820, como lo advierte el columnista Miguel Aroca Yépez, se acumula un ordenamiento jurídico con aproximadamente seis millones de leyes —lo que en doctrina se ha denominado “inflación normativa”—, el Derecho Penal, por su parte, ha sido tradicionalmente catalogado como el “Derecho de los pobres”, pues despliega su poder punitivo principalmente sobre los sectores más vulnerables de la sociedad. En contraposición, el Derecho Civil y las normas patrimoniales aparecen diseñadas para la protección de los propietarios y titulares de riquezas, garantizando la preservación y custodia de sus bienes sin tributo.

Este contraste se evidencia en procesos actuales de alta connotación pública, como aquellos relacionados con actuaciones de relevancia misántropa, que han hecho tránsito en nuestra historia reciente, en una batalla contra los más débiles, despojándolos de sus territorios fértiles, eliminándolos físicamente con acciones de barbarie y selectivamente acabando la vida de líderes sociales. La experiencia comparada permite anticipar que, amparados los actores por la estructura procesal penal, la interpretación de sus defensores y la flexibilidad institucional, saldrán probablemente indemnes de las investigaciones penales que enfrentan.
En este contexto, la enseñanza de García Márquez resulta esclarecedora: la cultura jurídica colombiana honra más la astucia procesal que la verdadera legalidad. Así, la defensa ejercida por abogados de los actores misántropos, buscan extraer todas las ventajas que el procedimiento les ofrece, lo que pone en evidencia cómo la técnica procesal se convierte en un instrumento de poder. En contraposición, los operadores judiciales no siempre aplican el mismo rigor frente al ciudadano común y corriente, quien, aun cumpliendo con sus deberes legales, suele recibir un trato severo y restrictivo. En consecuencia, se premia al sujeto que encuentra la trampa, al que inventa el atajo, al que convierte el vacío legal en un negocio, consolidando de manera progresiva la impunidad como una práctica institucionalizada.

El contrapeso de esta situación se observa en casos donde se condenada y recluye en centros penitenciarios a los más débiles, como si se tratara de un trofeo jurídico del aparato penal. Su situación refleja el uso selectivo del poder punitivo del Estado, en el cual los sectores populares y mediáticos se convierten en ejemplos de “eficiencia judicial”, mientras que los grandes intereses económicos y políticos logran evadir, con relativa facilidad, la contundencia del castigo.
Es evidente que, el Derecho colombiano, lejos de constituir un sistema armónico y equitativo, evidencia profundas contradicciones entre la abundancia normativa, la cultura del formalismo, y la realidad de su aplicación selectiva. Esta tensión entre legalidad e impunidad, entre rigor para los vulnerables y flexibilidad para los poderosos, constituye uno de los más graves problemas estructurales del Estado de Derecho en Colombia.
Lo que no se puede ocultar hoy en Colombia es que el narcotráfico ha permeado y corrompido de forma deliberada y abiertamente descarada, las tres ramas del poder público, generando impunidad y desconfianza ciudadana, lo que ha llevado a la deslegitimación del Estado y el surgimiento de poderes paralelos en los territorios, imponiendo el silencio o la indiferencia mediática y banalizando el sufrimiento colectivo a través de algunos medios de comunicación nacional.
El Estado debe reconocer su responsabilidad en el exterminio de ciudadanos y abrir completamente los archivos que aún se ocultan. Que los victimarios –sean estatales, paramilitares o insurgentes– enfrenten la justicia restaurativa con hechos y no con negaciones. Y que las nuevas generaciones crezcan en una sociedad que celebre la vida, el pensamiento crítico y la diferencia, en lugar de castigarle.