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Hay quienes dicen que Dios le quiso dar a Colombia un poquito de cada aspecto de la naturaleza.
Pues bien: le dio tres cordilleras montañosas, cuatro desiertos, una sabana tropical, 42 ríos, cuatro tipos de selva y acceso a los dos océanos más grandes del mundo. Acá hay 311 ecosistemas. Y ningún otro país tiene más páramos o especies de aves y orquídeas.
Solo Brasil tiene más tipos de plantas, anfibios, mariposas y peces de agua dulce. Y aunque el gigante sudamericano tiene más organismos vivos en términos absolutos, según datos de la ONU, Colombia es el país más biodiverso del mundo por metro cuadrado.
Pero, así como que la geografía provee riqueza ecológica, también ha jugado un rol central en las tragedias de este país, coinciden los expertos consultados por BBC Mundo.
Una guerra civil de 60 años, la mayor producción de cocaína del mundo y uno de los desplazamientos internos de personas más grandes que haya visto la humanidad en su historia reciente son dramas íntimamente relacionados con la fragmentación geográfica, apuntan.
Esta condición de país «privilegiado y condenado» por su geografía queda especialmente clara cuando se recorren las carreteras del país, precarias y desiguales al tiempo que frondosas y deslumbrantes: uno avanza apenas 100 kilómetros en tres o cuatro horas, los derrumbes son frecuentes, en cada peaje se ve pobreza, militares y venta de frutas frescas y exóticas, y, de repente, se encuentra ante un valle virgen de humedales que se pierden en el horizonte.
El valle del Cocora es uno de los espectáculos de Colombia, cuya flora y fauna está en peligro de extinción. AFP
Es una sensación similar a la que tuvo Gabriel García Márquez cuando visitó el Chocó, en la costa pacífica, en 1954.
«Es enteramente sensato pensar que si se le hubiera ocurrido a alguien sembrar en esa tierra una mata de plátano, las frutas habrían crecido hinchadas con granos de platino. Sin embargo, la realidad indica que ni siquiera esos plátanos fabulosos podrían ser llevados al mercado más cercano antes que empezaran a podrirse», escribió sobre la experiencia el premio Nobel colombiano.F
La geografía fue determinante en este rincón del mundo antes de que fuera «descubierto» o, dicho de otra manera, antes de la conquista española.
«Mantener un control hegemónico y centralizado en una geografía tan abrupta es muy difícil y por eso acá no hubo grandes imperios como el inca (en Perú) o el maya (en México)», dice el antropólogo Jorge Morales.
«Aunque alcanzaron niveles de desarrollo similares a los otros —había estratificación, jerarquías, orfebrería, especialización del trabajo y sacerdotes—, nuestros grupos indígenas no fueron expansionistas ni tuvieron intercambio importante entre ellos porque las barreras geográficas, la diferencia de las tierras, eran un obstáculo práctico y simbólico«, analiza.
Se estima que en Colombia hoy existen entre 80 y 115 grupos indígenas, una de las cifras más altas del mundo, solo comparable con India, país tres veces más grande y 30 veces más poblado.
Durante la Colonia (1550-1810), la incapacidad de centralizar el poder en una sola ciudad dio origen a una puja política que incluso hoy se mantiene: la del centro y las regiones.
Los españoles se instalaron de forma fragmentada, pusieron la capital del Virreinato en un lugar absurdo (Bogotá, en el centro, lejos de las costas) y las ciudades se fueron formando aisladamente», señala el historiador Jorge Orlando Melo.
«Eso generó una tensión entre federalistas y centralistas que originó la primera guerra civil (1812-1814) y una permanente desconfianza de las regiones hacia Bogotá», añade.
El principal efecto del choque entre la capital y las regiones fue una constante —y en cierta forma vigente— discusión sobre la repartición de regalías. Eso fomentó el desarrollo de mercados informales e ilegales en todo el país y alianzas corruptas entre las élites de las partes.
«Estados ilegales» en tierras remotas
La disputa sobre cómo organizar la República se mantuvo al menos hasta 1991, cuando una nueva Constitución dio mayor autonomía a las regiones y estableció mecanismos concretos de reparto del presupuesto.
Pero ya el daño, convienen los expertos, estaba hecho: las economías, las culturas y la política se habían configurado bajo el modelo centralista en un país inherentemente fragmentado.
Y hoy no se puede evitar hablar de la tierra y su propiedad a la hora de explicar la mayoría de los dramas de Colombia.
La demanda de indígenas y campesinos por una restitución territorial es una deuda histórica y, a pesar de enésimas iniciativas de lotearla y legalizarla, sigue siendo incierto a quién pertenece más de la mitad del territorio.
Allá donde el terreno tiene dueños reconocidos, el 81% está en manos del 1% de los terratenientes. Y donde no, lo ocuparon guerrilleros y paramilitares.
Los gobernantes, al menos hasta la Constitución de 1991, implementaron un modelo de país que vio la biodiversidad como un obstáculo más que como una ventaja para el desarrollo.
«Se impuso el modelo productivo desarrollista de la gran inversión, la gran maquinaria, la agricultura a gran escala, del tecnócrata que desvirtúa el conocimiento local sobre la tierra (…). Se les dio la espalda a los campesinos y a la biodiversidad», opina Melo.
La ausencia de reformas agraria y política a favor de la democratización fue el principal argumento de militantes campesinos para alzarse en armas en los años 60.
Tres décadas después las guerrillas no solo se habían convertido en poderosos ejércitos gracias a la extorsión y el narcotráfico, sino que habían colonizado gran parte de los territorios remotos del país donde el Estado brillaba por su ausencia. Allí, cultivar coca y marihuana se volvió, hasta hoy, la opción más rentable de trabajo.
La violencia y la crisis del campo desplazaron a ocho millones de personas durante el conflicto armado, según la ONU.
País a espaldas de su diversidad
Con la violencia de por medio durante sus 200 años de historia, el país intentó conectarse a través de los ríos, los ferrocarriles, las carreteras y los aviones sin que ningún sistema terminara de consolidarse.
El resultado fue que cada territorio se desarrolló por su cuenta, con sus propias costumbres, gastronomía o sustento económico. Las regiones protagonizaron competencias y recelo entre ellas más que colaboración y solidaridad.
Además de que el regionalismo produjo pugnas políticas y económicas, como apuntan los expertos, también ha impedido la emergencia de un rasgo, un plato o una idiosincrasia de corte nacional.
El cliché es decir que «lo único que nos une es la selección (de fútbol)«.
Juliana Zárate, una politóloga y cocinera barranquillera, es cofundadora de Mucho, un negocio que lleva a las ciudades productos exóticos de zonas remotas. Su trabajo es, literalmente, desafiar la compleja naturaleza al tiempo que extraer su valiosa producción.
«A veces encontramos productos que solo habíamos visto en los libros, o que solo se conseguían por allá en India o Vietnam (como el pipilongo, una variedad de pimienta), y nos emocionamos solo de saber que alguien, en algún lugar de Colombia, los produce», dice la emprendedora.
«Pero luego nos toca hacer toda una odisea para sacarlo de ahí en chalupa, en lancha, en chárter, porque si no es imposible», añade.
En Colombia hay 28 tipos de pargo (pescado) y se consumen tres, más de 3.000 especies de frijol y se comen siete, 1.000 variedades de hongos y se consiguen cuatro.
Al tiempo, el 71% de los colombianos no comen frutas ni verduras, según la gubernamental Encuesta Nacional de Situación Nutricional (Ensin).
«Hemos encontrado que hay dos tipos de lejanías —continúa Zárate—: una geográfica, porque es muy difícil transportar los productos, y otra cultural, porque la gente no conoce o no quiere conocer los productos de otras partes».
Sin embargo, concluye, «ver lo difícil que es conectarnos con nuestros productos también ha sido una forma de ver las inmensas posibilidades que hay; es como sentir que hay un país por descubrir».
De manera lenta, tortuosa y a veces fallida, el proceso de paz que el Estado firmó con la guerrilla en 2016 ha ido abriendo la posibilidad de entrar a esos territorios remotos donde antes solo ejercían control los grupos armados ilegales.
«Colombia está ante una oportunidad inédita», argumenta Wade Davis, antropólogo y etnobotánico. «Hay una hermosa convergencia entre el país que descubre la paz y los ciudadanos que reconocen los espacios y los saberes indígenas de los lugares que antes eran prohibitivos».
El canadiense y ciudadano colombiano concluye: «Una unificación de los colombianos se puede dar bajo la premisa de la naturaleza, de la biodiversidad como una bandera«.
Una refundación del país basada en aquello que dicen que Dios le dio a Colombia: su accidentada y exuberante naturaleza.