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Por Gerney Ríos González
Para mi gusto, yo prefiero a las gentes a lo Parra y no a lo Núñez, dijo alguna vez Alberto Lleras Camargo, Presidente de Colombia. Nació en Barichara en 1825 un campesino de modesta cuna, con pocos años de escuela elemental, a quien su espíritu de progreso lo vinculó de joven a los libros y al comercio de los productos de su región, bocadillos de guayaba, tagua, quina, sombreros y café, los que cambiaba por mercancías, para sus vecinos. Desde joven viajaba continuamente por el penoso y malsano camino del Carare, con su recua de mulas hasta los puertos del Magdalena. El río desempeñaba también su función de medio de transporte entre el interior del país y el mar.
Aquileo Parra fundó la primera casa de comercio establecida en la región de Vélez, cuyos beneficios le permitieron dedicarse a actividades culturales y políticas. El frecuente trasegar por el camino del Carare lo convirtió no sólo en un próspero comerciante y persistente soñador en una vía que promoviera el progreso de esas aisladas regiones. Su condición de autodidacta lo llevaron a los libros y a los viajes, se hizo, a pesar de la falta de enseñanza básica, en un hombre culto, experto en varias materias entre ellas la hacienda pública, que le merecieron un destacado lugar en la política. Participó activamente en la Convención de Rionegro en 1863 al lado de los miembros del Olimpo Radical, agrupación que lo contó entre sus más egregios exponentes.
En 1866 viajó a los Estados Unidos y a Europa en donde se empapó de las nuevas teorías políticas y conoció el progreso que estaban alcanzando esos pueblos gracias a las facilidades brindadas por el ferrocarril en sus territorios. A su regreso, José Bonifacio Aquileo Elías Parra Gómez, vinculado a la política, a la legislatura y a la administración pública, en su Estado y posteriormente a nivel de la Unión, promovió la obra del gran Ferrocarril Central y gestionó con ahínco el proyecto de construcción del segmento que buscaba unir el río Magdalena con la capital del país por la ruta del norte, vinculando las regiones de Boyacá y Santander. En el camino que recorrió por el difícil desierto de la política, se convirtió en la antítesis del periodista, escritor, abogado y militar, Rafael Wenceslao Núñez Moledo, no sólo como su antagonista político, y a quien derrotó en las elecciones de 1876, sino como el símbolo del pensamiento liberal que el Olimpo pretendió establecer en Colombia, terminando el siglo XIX que arrastraba un lastre colonial.
Las dificultades que tuvo que enfrentar en su juventud por falta de adecuados caminos y de educación primaria lo impulsaron, al llegar a las más altas dignidades de la nación, a plantear la fórmula para conseguir el desarrollo, fomento a la educación y la construcción de caminos y ferrocarriles.
El cambio
La Regeneración en el gobierno de Rafael Núñez, cuya influencia se prolonga hasta después de su muerte, cambió la propuesta federal, laica, permisiva y modernizadora, preconizada por el Radicalismo desde la Constitución de 1834, en sistema centralista, clerical y autoritario, reformas que desataron tres guerras civiles y miles de muertos. En la historia política del siglo XIX queda flotando una pregunta: ¿Cuántos de esos cambios que modificaron la nacionalidad colombiana se debieron a las convicciones conservadoras y católicas de Núñez Moledo, y cuántos a su interés de halagar a los políticos y a las autoridades eclesiásticas, inclinando la opinión y el báculo hacia el perdón de sus devaneos sectarios y amorosos?
El peor gobierno en la historia de Colombia ha sido el de Rafael Wenceslao Núñez, según afirmación del catedrático Fernando Hinestroza. Su nombre está íntimamente ligado a los principales acontecimientos del último tercio del siglo XIX en Colombia. Su figuración en el escenario político dejó una profunda huella en el destino del país. La historia no puede ocultar sus actuaciones como gobernante, líder político, reformador, jurista, escritor, poeta, amante, como tampoco sus desaciertos.
Núñez tiene mención histórica: Fue elegido cuatro veces Presidente y desempeñó el cargo una vez como designado. En cinco ocasiones renunció a completar los períodos para retirarse a Cartagena, al estilo de los monarcas refugiados en palacios de verano sin perder el Poder. La primera vez el 23 de diciembre de 1882 siendo designado y la segunda el 1 de abril de 1884; como presidente el 5 de enero de 1887, el 7 de agosto de 1888 y el 7 de agosto1892.
Al ser elegido por primera vez, sin previo aviso y sin dejar instrucciones se fue de paseo para Curazao en compañía de su amante doña Soledad Román, por lo que el primer designado Ezequiel Hurtado asumió el cargo por cuatro meses. En las oportunidades que ejerció el mando, buena parte del tiempo despachó desde Peñanegra, la finca de un amigo en Anapoima donde se guarecía del frio de la capital que le resultaba insoportable a él y a su amada. Electo para la presidencia por períodos que suman 6.431 días (17.6 años) sólo ejerció 1.517 días (4.15 años) y prefirió delegar sus funciones durante 4.914 días (13.46 años), declinando el ejercicio del poder el 76.41% del tiempo para el cual fue elegido.
Fue presidente a nombre del partido Liberal y posteriormente del partido Conservador. Renunció voluntariamente a la pensión de $30.000 anuales que como ex presidente le asignó el Congreso. Fue excomulgado por su participación en las medidas contra la iglesia, pero más tarde recibió del Papa la Orden Plana de la Santa Sede con una carta de absolución, distinción que ayudó a inclinar sus intenciones hacia la firma del Concordato, acuerdo que de contera legitimó, socialmente, su relación con Soledad Román, a pesar de tener un matrimonio vigente por los cánones eclesiásticos.
Numerosos biógrafos alaban y vituperan su conducta. No es necesario profundizar en los rincones de su vida pública o privada para encontrar grandes contradicciones. Núñez amó el poder y lo buscó exitosamente durante su larga carrera pública, pero evadió el ejercicio del mismo sin perder su posición de orientador. En su etapa de hombre público navegó por las aguas del anticlericalismo, y al final fue creyente fiel y servidor obsecuente de la iglesia, al menos en apariencia. Nunca mostró interés por el dinero para su beneficio personal, pero empleó de manera generosa los bienes de la nación para fines relacionados con sus anhelos políticos; dilapidó el tesoro público a favor de sus amigos y de sus temidos enemigos. Prefirió conservar un prudente control sobre sus allegados, manteniéndose por encima de toda jerarquía sin enfrentar el diario trajín del cargo, que tanto le aburría.
Sin desmerecer los grandes logros de Núñez, que la historia del final del siglo XIX realza en sus páginas, al profundizar en algunos aspectos del desarrollo económico, aparecen síntomas del desgano con que él o sus dirigidos trataron algunas obras públicas. El economista e historiador grancolombiano, Gustavo Pérez Ángel, además de resaltar las cualidades humanas que lo condujeron a semejantes alturas históricas, no vacila en describir los rasgos contradictorios de su compleja personalidad: maquiavélico en sus propuestas, insensible a las críticas, fogoso en el amor, insistente en sus propósitos, inescrupuloso en sus cambios doctrinales, incisivo en la crítica, sutil en los manejos, susceptible e iracundo frente a sus contradictores, frío de sangre frente a las amenazas, perezoso, vacilante y ciclotímico.
Utilizó Núñez, el silencio y la ausencia como argumentos en favor de sus tesis. En las propuestas políticas empleó un lenguaje sibilino, misterioso u oscuro, con claras intenciones dilatorias al estilo de la sibila-profetisa cumana de la mitología griega y romana. Concibió las reformas que se plasmaron en la Constitución del 86 y el Concordato del 87 que orientaron a Colombia por cerca de un siglo, y a pesar de haber manifestado en repetidas ocasiones la necesidad de adelantar obras públicas, su época no se destacó por los proyectos de desarrollo económico e infraestructura.