News Press Service
Por Gerney Ríos González
Documentos Universidad La Gran Colombia
Con el economista y escritor Gustavo Pérez Ángel, nos unió la academia. Recorrimos Colombia, sensibilizando cerebros, socializando el triángulo del transporte, logística e infraestructura. Su pensamiento perdurará a través del tiempo. En los años 90 creamos las cátedras Pacífico, cuadrante cafetero, Tolima Grande y Caribe. En Bahía Málaga, septiembre de 1996, planteamos la necesidad de poner en funcionamiento la línea férrea de Málaga, Buenaventura, Yumbo, Palmira, La Tebaida (Quindío) y la variante de Cartago (Valle), Pereira y a La Felisa (Caldas), conectando a ésta con el puerto en una línea de 300 kilómetros.
El avance geosocioeconómico en el mundo, marca un paso paralelo a la capacidad desarrollada por las comunidades para transportar eficientemente alimentos e insumos. El crecimiento generado por la revolución industrial en los albores del siglo XIX, se vio detenido hasta cuando los ferrocarriles aparecieron en 1830, para dar el impulso final a la expansión de las actividades productivas a gran escala, requerimiento de la creciente población en la ruta del progreso.
Antes de aparecer el “caballo de hierro”, la producción industrial, minera y agropecuaria, estaba limitada por la capacidad de los sistemas de transporte. Mientras la aristocracia, podía desplazarse en coches halados por caballerías, el pueblo nacía, vivía y moría en un reducido entorno. Los ferrocarriles posibilitaron el desarrollo económico y ampliaron el horizonte de la mujer y el hombre.
El nacimiento del tren en Inglaterra colocó a disposición del mundo, una nueva tecnología encargada de llevar los pueblos hacia el progreso; pero no todos los países estuvieron preparados para adaptarla, entre ellos Colombia.
Estados Unidos y otras naciones de Europa Occidental, de inmediato se dieron a la tarea de construir carrileras y mejorar los diseños de las locomotoras, los rieles y la organización de las empresas transportadoras. Rusia, Japón, Canadá, Brasil y Argentina, pocos años después, siguieron la huella del progreso modernizando sus transportes.
Un grupo de países, entre los cuales Colombia, dio palos de ciego en la tarea de edificar líneas férreas a finales del siglo XIX. La cifra más reveladora sobre el atraso, muestra que, en 1880 sin contar con el ferrocarril de Panamá, tenía solo 51 km. de ferrovías, separados en varios tramos con anchos de trocha diferentes, cuando Estados Unidos contaba con 160 mil kilómetros de carrileras que le daban a su economía un verdadero impulso.
Lenta y costosa, Colombia construyó una precaria red férrea que, en su mejor momento en 1960, alcanzó 3.450 km; en servicio movilizó 3,14 millones de toneladas de carga y 13.400 pasajeros. Aquella fue limitada en su extensión, tardía e inadecuada.
Oportunidades a principios del siglo XX, la centuria vio expandido el comercio mundial, desperdiciadas a causa del aislamiento de nuestro país con el resto del mundo. Los productos agrícolas, mineros e industriales no alcanzaron los mercados internacionales, la sociedad permaneció encerrada en las montañas, ajena a la ebullición que el progreso causaba en los centros comerciales y financieros del orbe.
Cuando por fin el país tuvo una extensión de carrileras de alguna consideración, se percató que sus especificaciones no eran apropiadas para competir con otros sistemas de transporte. La selección de las características de los trenes, decisión tomada en el siglo XIX, ignoró las condiciones topográficas del arrugado mapa colombiano e inmensas limitaciones presupuestales de los gobiernos, más comprometidos en los ajetreos bélicos y políticos que en el desarrollo material de la nación.
Los trenes de vapor, de trocha angosta y de pendientes pronunciadas, que prestaron un indudable servicio en los primeros años a la primitiva economía decimonónica, terminaron siendo “trenecitos” de baja capacidad y grandes limitaciones de velocidad, incompetentes con el transporte automotor por arcaico que fuera, en los años previos a mitad del siglo XX.
En la tercera década de ese lapso, gracias al respiro presupuestal que significó la indemnización americana por el despojo de Panamá, se dio el gran impulso a la construcción del sistema férreo. Varios observadores nacionales y extranjeros llamaron la atención de las autoridades sobre la necesidad de adoptar la trocha ancha en las nuevas construcciones, ampliando paulatinamente las antiguas.
En lugar de seguir el consejo que hubiera salvado los grandes esfuerzos realizados, se unificaron las carrileras a la menor trocha de 90 centímetros y condujeron a los ferrocarriles al fracaso; no tardaría en evidenciarse. Las limitaciones del diseño ferroviario constituyeron una tara que significó su temprana desaparición y la pérdida del enorme trabajo de construirlos.
Años después de la “muerte del tren”, los terrenos por donde un día circularon, fueron invadidos por la maleza, los equipos vendidos como chatarra y las estaciones abandonadas. Los últimos gobiernos han intentado emprender un programa de recuperación de los viejos “caballos de hierro”. Todo lo que se haga para optimizar el sistema de transporte es bienvenido. Por no hacer caso a las lecciones de la historia, repetimos el error del siglo XIX, reconstruyendo las vías con las mismas especificaciones que ocasionaron su pronta e inevitable ausencia.
En el 2014, Juan Carlos Roncancio, gerente del Ferrocarril del Pacífico, consideró el tema de la trocha, una leyenda urbana, pues “el ferrocarril sí puede movilizarse con la trocha existente. De hecho, existe un plan técnico para incrementar el volumen de la carga con trocha angosta sin que existan problemas con la estabilidad de la misma y sin que el país tenga que migrar a la trocha ancha”.
En aquellos países en donde los ferrocarriles compiten exitosamente con otros medios de transporte, los trenes ruedan por paralelas separadas entre sí 4 pies 8.5 pulgadas, lo cual permite operaciones con capacidad de carga hasta 250 veces superior a la desarrollada por uno de vapor, de trocha de 90 centímetros, que asciende zigzagueando por las montañas.
En esa misma proporción se establecen los costos de transporte de ambos sistemas. En Estados Unidos, el tren compite ventajosamente con las carreteras para la movilización de carga. En Europa y Japón los ferrocarriles son el más económico medio de transbordo y congregan millones de pasajeros a diario, rápido, seguro y cómodamente.
Antes de continuar malbaratando los escasos recursos en la recuperación de unas máquinas sin futuro, valdría la pena contemplar la posibilidad de concentrarse en la construcción de dos troncales de norte a sur, con pendientes moderadas y trocha ancha, aptas para trenes de velocidad, con elevada capacidad de transporte de carga y pasajeros. Una que siga el trazado del ferrocarril del Atlántico, desde las ciudades de la costa hasta La Dorada, Honda, Mariquita, Armero, Ambalema, Ibagué y Neiva; otra, en el ramal de la primera, por la antigua carrilera paralela al río Cauca que conecte a Cali y Popayán con el Pacífico.
Este sistema debe complementarse con puertos secos donde empalme el tren con el transporte automotor más adecuado, venciendo las dificultades de la topografía andina.
Las nuevas tecnologías de trenes de gran velocidad como los operados desde hace varias décadas en Francia, Japón, Alemania y España, disipan las dudas de su capacidad competitiva; todos ruedan montados en carrileras de trocha ancha. Se mueven con carácter experimental los Mag Lev, trenes de levitación magnética que transportarán pasajeros a velocidades increíbles “flotando sobre rieles”, con un consumo mínimo de energía, gracias a la aplicación de la técnica de los superconductores.
Se vaticina que, en el presente siglo, aprovechando la inmensa capacidad técnica para cavar túneles submarinos, resultará más ventajoso desplazarse entre Europa y Norteamérica en un veloz tren subacuático que tomar el avión. Ingleses y franceses lo hacen con lujo de detalles.
“Miremos el porvenir con optimismo; tratemos que a los colombianos no nos vuelva a dejar el tren, aprovechemos los esfuerzos presentes reconstruyendo las vías, y con un poco de inversión, pasémonos a la trocha ancha, así sea un poco más costosa y demorada, pero con futuro”, proclamaba el economista y escritor Gustavo Pérez Ángel, en su cátedra Pacífico.
FERROPACÍFICO
Unir el interior del país con el océano Pacífico por la vía del Valle del Cauca fue un anhelo tan antiguo como la presencia de los primeros pobladores de la región, que recorrieron por siglos un sendero paralelo al río Dágua, hacia la Bahía de Buenaventura, vertiente empleada en algunos tramos para una peligrosa navegación en pequeñas embarcaciones. Por las mismas trochas de los aborígenes caminaron los conquistadores Pascual de Andagoya y Sebastián de Belalcázar.
Durante la colonia, el tráfico se realizó por un pobre camino de herradura que, debido a la dureza del clima, permanecía en pésimas condiciones, siendo la ruta obligada de los pocos viajeros hacia el Pacífico. En los primeros años de la República, los gobiernos regional y central se preocuparon por construir un camino carretero.
Correspondió a Tomás Cipriano de Mosquera, como gobernante y empresario, emprender las primeras obras en las cuales se gastaron fuertes sumas de dinero, provenientes del erario y créditos externos. El clima de la región, una de las zonas de mayor precipitación en el mundo, causó desde entonces serias dificultades.
Cisneros en el Occidente
En febrero de 1878, cuando avanzaban las obras del Ferrocarril de Antioquia, el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros, contrató con el gobierno nacional la construcción de un muelle en Buenaventura y la carretera desde allí hasta el río Cauca, para conectar la ciudad de Cali con el mar. El valor de la obra se estimó en 6 millones de pesos; el gobierno aportó 3 millones con el producto de las aduanas del Pacífico, el resto entregado por el concesionario y los Estados de Cauca y Antioquia.
Los trabajos comenzaron en septiembre de 1878; entorpecidos por el clima, dificultades del terreno, tardanza en los ingresos provenientes de los Estados y las severas críticas al contrato de la opinión vallecaucana.
Cuatro veces solicitó Cisneros la rescisión de su contrato, una de ellas, cuando la terminación del muelle construido, por un error de diseño éste no permitió el acceso de los buques de mayor calado que llegaban al puerto. En cambio, el puente El Piñal, de 187 m. unió la isla de Buenaventura con tierra firme de manera admirable.
En medio de grandes dificultades la carrilera avanzó 27 km. y el trazado 52 km., obra recibida por el gobierno; el contrato, anulado y liquidado en 1885 de manera cordial.
Los peritos estimaron el valor de las obras construidas en la suma de un millón 780 mil 882 pesos, de los cuales se habían entregado a Cisneros un millón 244 mil 945 pesos, estimándose que su aporte fue de 588 mil 937 pesos. El costo del tramo, para el gobierno, resultó en 65 mil 958 pesos por kilómetro, que incluyó el muelle y el puente El Piñal.
El gobierno nacional cedió al Estado del Cauca la obra, pero la guerra del año 1885 paralelo a los cambios constitucionales, obligaron al cuerpo legislativo a promulgar la Ley 144 de 1888, donde el ferrocarril volvió a ser responsabilidad nacional. Durante este periodo, las obras fueron administradas, mediante contrato, por Macario Palomino y Julián Uribe Uribe. Por carencia de fondos, el tendido de los rieles no avanzó y los trabajos se limitaron a la explotación y mantenimiento del tramo construido.
El contrato de 1889, firmado durante el mismo periodo presidencial, se relacionó con la línea férrea entre Buenaventura, Cali y Manizales. Por razones inherentes a la quiebra de la compañía francesa constructora del Canal de Panamá, en el cual el Conde Ferdinand de Lesseps, tenía intereses; el ejecutivo no pudo obtener la financiación, y el acuerdo terminó sin haber clavado un solo riel durante los cuatro años de vigencia. Al término del convenio, ante cuantiosos reclamos por los perjuicios causados por la cancelación del pacto, según alegó el Conde, fue necesario pagarle la suma de 40 mil francos, equivalentes a ocho mil pesos oro.
El mandato de Carlos Holguín en 1890, celebró con James L. Cherry uno de los contratos más leoninos en la historia de los ferrocarriles colombianos. Con este personaje, que ofrecía toda clase de garantías, se contempló el ambicioso proyecto de construir varias líneas férreas, una desde el Pacífico hasta Manizales, otra de Cali hasta la frontera con Ecuador, una tercera a través del Chocó conectando las aguas navegables en el río Atrato, para empalmar los dos océanos, momento en que la compañía francesa encargada de construir el Canal de Panamá sembraba dudas en cuanto a su capacidad de concluir las obras.
Para tal efecto se firmó un contrato de concesión con garantía de intereses del 5% del capital invertido a razón de 38 mil pesos por km. pignorando las rentas de Aduanas del Pacífico. El compromiso fue cedido por Cherry a la empresa norteamericana Cauca Company, que recibió el segmento de carrilera construido.
En dos años, la línea férrea avanzó apenas 8 km., se reparó el tramo construido, deteriorado una y otra vez por acciones climatológicas, habiéndose completado el trazado hasta Cali. Durante ese período el gobierno entregó al contratista 396 mil pesos por garantía de intereses, materiales ordenados, pagados por el Estado y rendimientos netos del tramo en uso y del camino de herradura, superando lo invertido por el contratista, según apreciación de peritos avaluadores.
Al no obtener Cherry en el exterior los fondos requeridos para la obra y vencidos los plazos estipulados para concluir los trabajos a pesar de las prórrogas concedidas, el Ministerio de Hacienda declaró caducado el pacto y apeló al tribunal de arbitramiento previsto, a fin de zanjar cualquier diferencia.
El constructor pretendió continuar la obra en las mismas condiciones anteriores, disponiendo del 50% del dinero recaudado en las Aduanas del Pacífico a título de garantía de los intereses de lo invertido; de lo contrario, exigiría del gobierno una indemnización por los perjuicios recibidos.
Para evitar pleitos, en 1897 el gobierno de Miguel Antonio Caro accedió a levantar la orden de caducidad y nombrar un tribunal de arbitramiento que definiera la cuantía de la indemnización a la que tendría derecho James L. Cherry, evidenciando la incapacidad del Estado para seleccionar adecuadamente los contratistas y exigir el cumplimiento de lo acordado.
Rieles oxidados: En 1897 al regresar el Ferrocarril a manos del Estado, el gobierno se hizo cargo de la administración de la empresa, período durante el cual se iniciaron las obras de reparación de los tramos varias veces deteriorados por la acción del clima y las guerras civiles.
En el mismo año se celebró un contrato de administración delegada con Víctor Borrero e Ignacio Muñoz sobre la reconstrucción de la vía por un precio fijo de 160 mil pesos oro y la continuación de la obra hasta Palmira pasando por Cali a un costo preestablecido de 38 mil pesos por km. en el primer sector.
Los contratistas pusieron en servicio el trayecto, completando la carrilera en km 47. desde el puerto hasta cerca del punto “Delfina”. Los trabajos avanzaron hasta cuando estallaron las hostilidades de la Guerra de los Mil Días, evento que habría de paralizar las labores de manera indefinida.
Por el trayecto construido, se entregaron de subsidio 380 mil pesos, más lo correspondiente a la reparación del tramo antiguo, valores financiados con el producto de las Aduanas del Pacífico, cifra que ascendió a 588 mil pesos.
Respecto al estado de la carrilera desde Buenaventura el ingeniero Abelardo Ramos, interventor designado por el gobierno, conceptuó que las especificaciones de los tramos construidos por Cherry, tenían pendientes muy acentuadas, curvas con radios cortos, rieles livianos, traviesas y balasto de baja calidad, todo lo cual conducía a una vía inapropiada que causaba frecuentes descarrilamientos, no apta para prestar un servicio regular.
Contratos Curiosos
Durante los primeros meses del gobierno de José Gregorio Ambrosio Rafael Reyes Prieto, quien se mostró decidido a impulsar las obras detenidas por la guerra y por inactividad de gobiernos precedentes, por medio de su ministro de obras Modesto Garcés, quien conocía los problemas del Ferrocarril del Pacífico, pues había sido representante estatal en la liquidación del contrato anterior, se firmó con los hermanos Alfredo y Eduardo Mason otro similar al de Ignacio Muñoz.
Los nuevos ejecutores de la obra que contaban con el apoyo económico de la firma norteamericana J. G. White, se comprometieron a reparar la parte provisionalmente construida y deteriorada, y atender la carrilera hasta Palmira pasando por Cali.
El primer obstáculo presentado a los hermanos Mason, estuvo relacionado con la entrega del ferrocarril por parte de Ignacio Muñoz, quien, en el contrato anterior, lo administraba para su beneficio.
Sólo mediante la promesa de un pago de 100 mil pesos en efectivo y 50 mil pesos en acciones de la Pacific Railroad Co., la nueva compañía entró en control del ferrocarril y las obras heredando la doble condición de contratista a precio fijo y concesionario del ferrocarril por 50% de las utilidades.
A fin de adelantar trabajos obtuvieron un contrato con el Banco Central por la cifra de 75 mil pesos mediante el cual, sumado a los auxilios de las aduanas, lograron mejorar las condiciones de la carrilera existente y avanzar el tendido de los rieles hasta el Km. 54.
A pesar del buen desempeño de estos contratistas, no recibieron el apoyo financiero esperado de Estados Unidos y entraron en mora el pago de sus obligaciones con el Banco Central. Tuvieron que traspasar a esta entidad el ferrocarril y los contratos en 1907.
Al terminar las relaciones con el gobierno, uno de los socios, Alfredo Mason, reclamó la suma de 10 millones de pesos, por los perjuicios causados durante la ejecución del contrato. El ejecutivo desestimó sus pretensiones, apoyado en la declaración del otro socio, Eduardo, quien consideró que Colombia había cumplido sus compromisos.
Además de las múltiples tentativas de trazado del ferrocarril y mejoramiento del camino original hacia Buenaventura, se evidenciaron 9 contratos con diversos concesionarios; transcurrieron 35 años y la obra avanzó apenas 54 km. a una velocidad de 1.5 km. por año, sin que las condiciones de la vía fueran satisfactorias. El costo de construcción para la nación ascendió a la suma de 87 mil 400 pesos por kilómetro.
Las razones de este elevado valor fueron la estructura de la carrilera, tardanza en los trabajos, pleitos con Cherry y la ineficacia de los funcionarios estatales. Todos beneficiados de los aportes de la nación, debido a las curiosas condiciones de los contratos firmados.
Camino correcto
El Banco Central, fundado por acaudalados ciudadanos durante los primeros meses del gobierno de Reyes Prieto, mediante convenios, administró rentas nacionales, abrió créditos flotantes al tesoro nacional y emitió billetes convertibles en oro, ejerciendo funciones de banca privada y estatal. La poderosa organización recibió en dación de pago, todos los derechos que sobre el ferrocarril tenían los hermanos Mason, en razón del incumplimiento de un crédito otorgado. En la negociación, zanjaron diferencias las personas que ejecutaron la obra.
A fin de continuar los trabajos, el Central promovió en 1908 la formación de la Sociedad Anónima, Compañía del Ferrocarril del Pacífico, con un capital de 1.4 millones de pesos, aportando los activos adquiridos, siendo el resto del capital invertido por sus accionistas. La participación en la nueva empresa, garantizó su solidez financiera, surgiendo de su interior administradores capaces que demostraron habilidad en el manejo del dinero, en épocas de severas convulsiones monetarias.
La sociedad firmó un nuevo acuerdo con el gobierno de Rafael Reyes Prieto, por medio del ministro Francisco Manotas, ratificando el convenio de construcción vigente con los anteriores contratistas y se amplió hasta 370 km. de carrileras, permitiendo hipotecar los activos del ferrocarril y asignando el 50% de los ingresos de Aduanas del Pacífico, como respaldo de las obligaciones requeridas por las obras.
El nuevo convenio, a pesar de ser un contrato de ejecución de obra a precio fijo, otorgó el derecho al contratista de operar el ferrocarril por 50 años y percibir el 50% de las utilidades. El documento incluyó la construcción de las líneas de Palmira a Cartago, Cali a Popayán y Palmira a Santander, a razón de 38 mil pesos por kilómetro en el primer tramo y 40 mil pesos los últimos, estableciendo un plazo de 10 años para los trabajos.
El principal aliciente a la construcción de esta línea fue la inminente conclusión del Canal de Panamá, que abriría el mundo a los mares tricolores, colocando a Buenaventura como el principal de Colombia, conectado con el interior del país mediante los ferrocarriles Pacífico y Tolima.
La flamante empresa emprendió trabajos de construcción y reparación con una actividad no vista hasta el momento. Al poco tiempo de iniciadas las labores férreas, se presentaron algunas peculiares dificultades, basadas en las limitaciones impuestas por el gobierno para la consecución de créditos en el exterior y otras de carácter político, pues los dirigentes del Valle del Cauca y los vecinos de las zonas por donde pasarían los rieles, ejercieron toda clase de presión para modificar los trazados, hasta forzar la paralización de las faenas y solicitar al ejecutivo nacional la rescisión de los contratos. Mediante hábiles manejos políticos, el gobierno central de finales de 1909 en manos de Ramón González Valencia Cuma, no aceptó la coacción de la compañía y tranquilizó los exaltados ánimos de la región.
El avance de las obras dirigidas por Álvarez Salas, con la colaboración del ingeniero Luis L. Lobo Guerrero, fue un ejemplo para la decena de constructores que intentaron montar el ferrocarril, como también para la mayoría de los contratistas de otras líneas férreas en la época.
En los primeros cinco años de trabajos hasta 1912, levantó 118 km. de carrilera, cruzando la Cordillera Occidental, por terreno montañoso, en longitud de 104 km. hasta Yumbo y 14 sobre terreno plano, estableciendo récord de rendimiento y costos, con un promedio de 17 km. por año y 40 mil 130 pesos por kilómetro.
Durante la época de lluvias de octubre de 1912 un tremendo aguacero provocó una creciente del río Dagua con numerosos deslizamientos de tierra que destruyeron gran parte de la carrilera en la vertiente occidental de la cordillera.
Una comisión de ingenieros evaluó los destrozos que incluyeron numerosos puentes y varios kilómetros de rieles, cuya banca fue arrastrada por los aludes; la razón de los grandes daños, fue el mal diseño de la vía, levantada cerca del río. La atención de la compañía tuvo que centrarse en reconstruir la obra durante los siguientes dos años con un costo de 1 millón 226 mil 422 pesos, valor asumido por la nación.
En cumplimiento del contrato, la constructora inició el tendido de los rieles del tramo Cali – Popayán y Cali al norte. La carrilera hacia Cartago avanzó 37 km. y las obras de explanación 21 km., mientras al sur se completaron 34 km. de carrilera y 15.5 de aplanamiento. En total, 180 km. de rieles hasta lograr 234 km. en 1919.
Simultáneamente se realizó un estudio técnico respecto al trazado de la ruta sobre la Cordillera Central para empalmar los ferrocarriles de Girardot y Pacífico, estudio que recomendó el paso por la depresión de Calarcá mediante un túnel en La Línea.
Al comenzar las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial la obtención de materiales de origen europeo, fue imposible, hecho que, aunado al quebrantamiento de los desembolsos oficiales del gobierno y los obstáculos presentados por algunos dueños de terrenos en la sesión de las franjas requeridas para la carrilera, entorpeció el avance de las obras y colocó a la compañía en condición de incumplimiento de los plazos estipulados en el contrato.
A pesar de las razones que justificaban las demoras y del excelente desempeño de los constructores, el ejecutivo no concedió la prórroga solicitada, por lo que el contrato terminó en 1919 a solicitud de la compañía. Su actuación dejó ejemplo de ecuanimidad, al no reclamar indemnización.
Oportunidad para que la ingeniería con capacidad económica de constructores nacionales y su mesura, demostraran la posibilidad de adelantar obras en plazo y costos razonables, poniendo de presente la pérdida de tiempo, oportunidades y dinero que causaron los contratistas internacionales y nacionales; sin recursos ni escrúpulos, encarecieron y dificultaron los trabajos en las tres décadas anteriores.
La construcción de la segunda parte del Ferrocarril del Pacífico simultánea con las obras de la red Ferroviaria de Antioquia, sería clara demostración del talento colombiano de cimentar y financiar, sin pleitos y sin rimbombantes capitalistas europeos. Circunstancia que llegó tarde y no aplicó a los proyectos en ejecución.
En el gobierno de Marco Fidel Suárez, la nación tomó la iniciativa de administrar el ferrocarril y adelantar la construcción de la vía por su cuenta. Para tal efecto creó una junta con sede en Bogotá, compuesta por el jefe de la cartera y director de la sección de ferrocarriles del Ministerio de Obras y tres miembros nombrados por las Cámaras de Comercio de Cali y Popayán. Además, quedó encargada de las obras del Ferrocarril del Tolima, con miras a empalmar las dos líneas en la cima de la Codillera Central y conectar Pacífico y Caribe con la región andina, punto focalizado en Ibagué.
El presidente Suárez, puso todo su empeño en el proyecto, realizó un viaje desde Manizales hasta la frontera con Ecuador, inspeccionando lo realizado, trazados y territorios por donde debería pasar el tren en el futuro, sentando las bases de los trabajos. En su corto gobierno, financiado con recursos del presupuesto, avanzó el funcionamiento de 72 km. en dos sentidos, Popayán y Cartago; se gastó 1 millón 800 mil pesos, con un costo promedio de 25 mil 700 pesos por kilómetro.
La inversión total en este medio férreo ascendió a 6.6 millones de pesos, distribuidos en el tendido de la carretera, la firma de los contratos de la última compañía operadora, reconstrucción de la vía y dotación de equipos. Dineros que causaron acervas críticas durante juicios adelantados posteriormente y que motivaron su renuncia. La política de Suárez fue firme en la nacionalización de los ferrocarriles colombianos.
Los primeros kilómetros del ferrocarril entre Buenaventura y el Valle del Cauca, movilizaron pocos pasajeros y reducida carga con altos costos operativos, generadores de pérdidas; posteriormente la vía se estabilizó y las paralelas se prolongaron al norte y sur, convirtiéndose el tren en una rentable empresa.
Los iniciales ingresos de la indemnización americana por el Canal del Istmo y con fuentes externas de crédito, permitieron hacer la obra de 410 km. en 11 años, llevando la red hasta Popayán por el sur, Cartago en el norte, y Zarzal a Armenia buscando el cruce de la cordillera, poniendo en servicio 654 km. al comenzar la década de los años 30.
La línea nacederos – Armenia sería construida por el departamento de Caldas en cumplimiento de un contrato con el Ministerio de Obras. Siendo nacional, este proyecto lo administró el Ferrocarril de Caldas de 1929 a 1932, fecha en la cual pasó a ser manejado por el Estado.
No obstante, su costo y tardanza, el Ferrocarril del Pacífico desempeñó papel importante en la modernización de los transportes en Colombia y el desarrollo general de la región occidental. Por solvencia y capacidad administrativa, la empresa llevó a cabo las obras no ferroviarias siguientes: construcciones del Palacio Nacional de Cali, muelle de Buenaventura, Hotel Estación en el puerto, y planta eléctrica de la misma ciudad, cimentación de la carretera Ibagué – Armenia y dotación de una flota de camiones suizos para empalmar provisionalmente las dos redes férreas, mientras se juntaban los rieles en la carrilera, metas sin alcanzar. Además, edificación y dotación de los Talleres de Chipichape, cerca de Cali, que sirvieron al mantenimiento de los equipos durante lustros, y fueron escuela de mecánica y administración ferroviaria para personal de la empresa, de acuerdo a la historia narrada en su libro “Nos dejó el tren”, del escritor y economista caldense Gustavo Pérez Ángel.
Los trabajos de empalme con el Ferrocarril del Tolima, se emprendieron en ambos lados de la Cordillera Central concatenada con la perforación del túnel a la altura de Calarcá en los dos costados de la montaña, proyecto que tendría una longitud estimada de 3.5 km., similar al excavado en la Quiebra.
A principios de la crisis de los años 30, el empuje de la empresa se detuvo por carencia de fondos nacionales y departamentales, impidiendo la continuación de la excavación. En 1938 los ingresos de esta entidad, al igual que el sistema ferroviario colombiano, comenzaron a decrecer mientras los gastos de operación aumentaron en forma extraordinaria, marcando el final de los FF.NN. favoreciendo el transporte automotor.