Una investigación de Ohio informa que en el cementerio de San Pedro reposa un general de la Guerra de Secesión.
News Press Service
El Colombiano
El general Wild está perdido en el cementerio San Pedro. En algún lugar deben estar los huesos que dieron forma a ese cuerpo esbelto que la guerra mutiló. En Maryland, en 1862, un tiro de rifle le perforó la mano derecha y perdió la movilidad de dos dedos; el 16 de septiembre de ese mismo año, dos días después de recibir un nuevo disparo, le amputaron el brazo izquierdo, desde el hombro, como él mismo lo pidió. Su cuerpo demacrado, manco, ya esquelético, fue enterrado en Medellín en 1891. Venimos a buscarlo, general; no a sus huesos, que seguramente nunca aparecerán, sino a su alma vagabunda.
En el cementerio hay un paredón donde reposan decenas de extranjeros. Es la galería en que enterraban a los no católicos, como el general Wild. Algunas bóvedas llevan los nombres inscritos, pero otras, selladas hace muchos años, solo dicen restos. Dentro, seguramente, hay cientos de huesos arrumados, cuerpos exhumados y jamás reclamados, como el del general.
Si los muertos hablaran, como en ciertos poemas, el general Wild podría contar cómo fue que murió en Colombia; discurriría largamente en favor de la liberación de los esclavos. Tal vez haría un chiste, como acostumbraba, y dejaría salir la “risa alegre” que sus familiares recordaron por años.
Rememoraría su funeral, al que asistió el cónsul de Estados Unidos en Colombia. ¿Se quejaría porque su esposa no reclamó su cuerpo nunca? Dejó que sus huesos se pudrieran en Medellín. En 1930 un compatriota se quejaba porque la tumba no tenía ni una flor y solo se distinguía por un letrero de madera podrida.
¿Sintió la muerte cerca, general, cuando llegó a Puerto Berrío, después de varios días de navegar por el Magdalena? ¿Cómo fue la impresión del calor tropical, de la humedad, de la selva que rodeaba el río? ¿Cómo fue mantenerse firme, sin un brazo, sobre el lomo de una mula, en un viaje interminable de cuatro días para llegar a Medellín?
En 2020 llegó un correo al Cementerio San Pedro. Estaba redactado en inglés y lo firmaba Frank Jastrzembski, un historiador de Ohio. En breves palabras decía que tenía la certeza de que en el cementerio estaba enterrado el general Edward August Wild, un controvertido brigadier general que lideró un batallón de negros durante la Guerra Civil norteamericana (1861-1865).
El correo tenía adjunta una foto de la tumba de Wild, que databa de la década de 1930. En el San Pedro no tenían idea del personaje y reconocieron que buscar sus restos no tenía propósito. Han pasado casi 132 años desde la muerte del general; en ese tiempo, el cementerio ha sufrido sucesivas reformas.
Los muros de aquellos tiempos fueron reemplazados. Según la foto, al general lo inhumaron en piso, no en bóveda. Lo más probable es que unas décadas después de su muerte, y ante la ausencia de reclamantes, sus huesos fueran sacados de la tierra. Algún funcionario desprevenido los habrá echado en un saco y los habrá metido en una bóveda sin marcar, ignorando que esos despojos, ya sin figura humana, habían pertenecido a un hombre ilustre.
El investigador no recibió respuesta del cementerio en más de un año. Pero insistió porque sabía que el general Wild estaba ahí. Después de mucho esperar, encontró un mensaje en la bandeja de entrada. Le contestaron que buscar los huesos no tendría propósito, pero que era posible rastrear las actas de inhumación. Era un proceso dispendioso, pero que podía dar resultado.
Juan Diego García, el comunicador del cementerio, se puso en la tarea de revisar las actas del año 1891. Y ahí estaba la caligrafía inclinada, fina, sobre el papel rugoso y amarillo. Acta de inhumación número 1.160. Era irrefutable: se rescataba del olvido al único general de la Guerra de Secesión enterrado en Colombia.
Entre las bóvedas del San Pedro se cuela un viento tibio, con dejo tropical. Con el sol de la mañana reluce la placa de un tal John Hunter, algún forastero que encontró vida eterna en la ciudad. ¿No es una injusticia, general, que su nombre no esté grabado en una lápida pomposa, que su apellido no reluzca entre letras barrocas inscritas sobre mármol?
Su vida, general, siempre buscó el riesgo desmedido, la aventura irracional, y ese tipo de gente debería grabarse en crónicas o novelas. Debe recordar aquel año tortuoso de 1848 en Brookline, su pueblo natal, cuando se agobió de trabajar con su padre. Entonces su humor se tornó irascible y sombrío. Atravesar el océano, caminar por París, ir a Italia, le daría un nuevo aire para ejercer la medicina, disciplina de la que acaba de graduarse.
Y la aventura comenzó, general, en Normandía, desafiando la marea, aferrándose a las rocas para salvar su vida; luego vino el paso a Italia, donde llegó sin detenerse a pensar en la guerra. Ahí, general, lo metieron preso por primera vez. Los mismos hombres de Garibaldi, que en ese entonces luchaban por la independencia de los estados del norte, lo habían confundido con un espía.
De nuevo en Estados Unidos vino el compromiso, general, y el matrimonio con Frances Ellen Sullivan, en 1855. Y resurgió el impulso autodestructivo, errabundo. En plena luna de miel, sediento de adrenalina, se llevó a su esposa al Báltico, donde se libraba la guerra de Crimea. Los periódicos hablaban de 3.000 “inválidos” sufrientes que se retorcían en el hospital de Balaklava.
¿Cuál fue el móvil, general? ¿La aventura? ¿Servir a los heridos? Lo cierto es que su labor de médico fue elogiada por el comandante otomano Omar Pasha. Cómo habrá sido volver a la tranquilidad de Brookline, en Estados Unidos, después de haber visto los cuerpos mutilados y los horrores en el Báltico.
Por eso, general, terminó enrolándose en una nueva guerra, esta vez en su país; ¿presentía que su nombre se haría célebre por toda la nación? Las ideas libertarias y el odio enconado por el esclavismo ya se habían incrustado en su corazón.
Había que luchar contra los sureños que querían perpetuar el sistema esclavista en sus enormes campos de algodón. Después vendrían las ejecuciones, los raptos, las reprimendas. ¿Se arrepiente de algo, general?
El investigador Frank Jastrzembski recibió con satisfacción el acta de inhumación que el cementerio le envió. Era lo que necesitaba para hacerle justicia al general. Con la confirmación, escribió al gobierno de Estados Unidos informando que en Colombia estaba enterrado un ilustre brigadier general de la Guerra Civil.
El propio gobierno envió una placa conmemorativa para rendirle memoria al general Wild. Tuvieron que pasar casi 132 años para que “el hijo más ilustre de Brookline” fuera reconocido. La placa se instaló a finales de 2022 en el sitio en que estaba el pabellón de los no católicos, donde enterraron al norteamericano.
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Aunque no le da el sol, la placa refulge. Una lámina informativa da una pequeña explicación sobre el personaje. ¿Hace honor, general, a las proezas cumplidas en la guerra? Tal vez no sea suficiente para abarcar esos meses de abril y mayo de 1861, cuando se la pasó buscando voluntarios que se unieran a las fuerzas de Massachusetts.
Pero el alarde y la vanagloria nunca fueron lo suyo, general, como usted mismo lo expresó durante la guerra. “No vine aquí para ser promovido, sino para cumplir un deber”, fueron sus palabras. Sus decisiones, lo sabía bien su esposa, eran autónomas y no oían consideraciones. Como en Filadelfia, en 1862, cuando una nueva orden de captura cayó en su contra. La directriz había sido perentoria: ni una sola gota de alcohol para los soldados.
Algunos avivatos quisieron burlarse de usted, general, precisamente de usted, que no le temblaba la mano, y entonces mandó a vaciar hasta la última botella de alcohol que había en la ciudad.
Su fama creció, general, y lo acusaron de ser un hombre cruel. En 1863, ya al mando del batallón de soldados negros, su estampa era particular, como la de Cervantes o Valle Inclán, mancos por accidentes. Esa condición, una vez terminada la guerra, le impidió volver a ejercer la medicina. Usted mismo le dijo a sus amigos, que intentaban persuadirlo de que abriera de nuevo el consultorio: ¿cómo puede hacer una cirugía un hombre manco?
Entonces, general, se abrió otra opción apta para un alma vagabunda. La fiebre del oro inquietaba los corazones, incluso al suyo, y terminó en el lejano oeste. Y así mismo se dejó convencer por Anthony Jones, viejo compañero de la guerra, de venir a Colombia a construir el ferrocarril de Antioquia. Otra decisión impulsada por esa alma bravía y sedienta de aventura, insaciable a pesar de las mil peripecias vividas. No importó el brazo ausente ni la diarrea crónica que lo aquejaba.
El viaje, contrario a lo pensado, no fue tan traumático. Su amigo, general, escribió que usted se veía mejor que los demás. Y por eso se confió y lo dejó a usted en la cama de un hotel en Medellín, donde un doctor de apellido Zuleta determinó que la diarrea había empeorado y que la cosa en realidad era seria.
Medellín lo agasajó, general, pero pronto lo olvidó. Hoy tiene otra oportunidad. ¿Qué tiene por decir, general?
Le damos la palabra.
Frank Jastrzembski, el nvestigador que “revivió” al general
Frank fue el investigador que escribió al cementerio San Pedro. Desde niño se interesó por los cementerios y por conocer dónde estaban enterrados los personajes ilustres de su país. Por eso estudió Historia en John Carroll University. Frank tiene una organización llamada Shrouded Veterans, dedicada a buscar el sitio de entierro de los militares de la Guerra Civil. Él y el libro Edward A. Wild and the african brigade in the civil war fueron las fuentes principales de este artículo.