

News Press Service
Por Elías Prieto Rojas
Gabriel García Márquez, afirmaba que el ser humano escribe para ser querido por sus amigos. Y en el caso mío, uno también utiliza la pluma, porque desea, y por supuesto, que lo mimen sus compadres…
Ahora bien, se quiere ilustrar, describir, narrar, o construir una crónica, la de un barrio, en específico, con todos sus detalles, dramas y alegrías. Los años sesenta. Sus vivencias, reminiscencias, carnavales, y también sus tragos amargos; el paso del tiempo que nos marca y nos enseña: ese territorio que nos muestra de dónde venimos y para dónde vamos.
Porque al desmenuzar y discurrir, como escritores sus diversas “maravillas”, y decantarlas, para reflexionar sobre ellas, significa comprender la propia vida; y entonces habrá sosiego y podremos cantar, o reír, y hasta tendremos licencia para llorar; en este relato, todo es permitido.
Todavía en la Atenas Suramericana deambulaban los troleys, que para las nuevas generaciones eran los transmilenios de antaño, solo que esos buses llevaban tirantas y se movilizaban eléctricamente.
Esta es la historia de mi barrio. Intentaré ser objetivo, aunque utilizaremos ciertos elementos sarcásticos para ponerle picante, humor y sonrisas. Nada se salvará. Hasta dónde recordemos…
¿CUÁL ES ESE BARRIO?
Santa Rosa, tradicional barrio ubicado en el noroccidente de Bogotá. Colinda con Morato, San Nicolás, Nuevo Monterrey, Pontevedra, la Floresta; vecinos de la Clínica Shaio, Club de los Lagartos y Colegio Agustiniano Norte, entre otras valiosas instituciones, que todavía existen, en nuestra ciudad capital.
Hacia el sur, algunos conglomerados que también influyeron en el progreso del sector y que, obvio, aportaron, porque en esa época no había competencia tan marcada en los planes de desarrollo, como en la actualidad: Barrio El Edén, Julio Flórez, este último delimitado hacia el sur por el río Juan Amarillo. Más al fondo, Las Ferias. Hasta ahí, para no generar confusión.

Santa Rosa fue un barrio obrero: los rolos nativos y quienes se fueron enamorando de la apacible zona, compraron lotes y luego, de a poco, construyeron, cada uno, casas grandes, de acuerdo con sus necesidades.
Edificaciones de un piso, de dos y hasta de tres. Aunque, puede que esté chicaneando con las trifásicas: (fallas de la memoria), pero no recuerdo casas de tan alto techo.
Sus colores, diversos. Unas puertas de madera, otras de hierro. Pañete por todos lados. El ladrillo reinaba. Recebo recorría sus calles y sus carreras. El asfalto, de a poco, en esos esclarecidos años, fue haciendo su aparición. Nunca hubo semáforos. Ni ahora, tampoco. Cinco cuadras. Calles, de la 99 a la 102. Y carreras: de la 56 hasta la 52.
Santa Rosa, es un barrio pequeño. Cinco cuadras hacia arriba y cinco hacia el sur. Este “pedacito de suelo enclavado en medio de urbanizaciones vanguardistas”, sigue siendo despensa de vecinos, estrato cuatro. Acá, en este trocito de Bogotá, se encuentran pollerías, supermercados, talleres de mecánica, ornamentación, carpinterías, misceláneas y otras variedades del comercio capitalino.
SUS FUNDADORES
Los fundadores del barrio Santa Rosa fueron, por supuesto, valiosos colonos, como el señor Márquez, quien ofició como uno de sus notarios, por así llamarlo; y voy a empezar con una imprudencia: “el galán se convirtió con el paso de los años en el eterno enamorado de la señorita Leonor, otra de sus fundadoras”.
La atractiva dama poseía tienda y casa; en los recovecos de mi narración, la señorita, con sesenta años se mudó al final de su vida hacia Casablanca (qué bella película), en el mismo corazón de Suba, no sin antes caer en las redes de Cupido por culpa del Porfirio Rubirosa –el señor Márquez- de esta singular comarca.
Otro fundador de Santa Rosa: el señor Linares, un eléctrico de toda la vida; pensionado de la Energía de Bogotá, inquieto comunero de la localidad. Dos casas de su propiedad en el barrio: hombre relajado y amable, siempre se le observó callado.
Y el «chiquito» Ricaurte, padre especializado en palos, puertas y bibliotecas. El varón sabía de muchas cosas más. Y sus hijos no se le quedaron atrás. Algo le aprendieron al heredero de Jesús, el carpintero…
Recuerdo ahora al señor Clodovaldo Vargas, otro fundador, lector empedernido, trabajador incansable y también empresario del noble metal: (ornamentador), y con varios hijos ahora destacados en sus diversas profesiones.
Don Campo Elías Prieto Rojas, fue otro de los fundadores destacados del barrio Santa Rosa, aunque todos, le dieron lustre al sector. El mencionado líder colaboró organizando diversos programas que mejoraron las relaciones entre sus habitantes: competencias de ciclismo, encostalados, pruebas atléticas… También se destacó coordinando actividades múltiples como elegir voluntarios para que coronaran la cima de minúsculas y delgadas varas de premio con sus calzoncillos, pañuelos y otros etcéteras; y reinados de belleza, bazares, en fin: el hombre fue alma y nervio de los atractivos que aún se recuerdan entre los recovecos y la fantasía que como serpentinas y pirotecnias iluminaron esas bellas épocas del barrio Santa Rosa.
Ahora mismo, se nos viene a la memoria el andar atropellado del policía Vargas, quien con su uniforme se paseaba orondo por las calles de Santa Rosa. El personaje se exhibía orgulloso por sus calles y con su marcha triunfal nos enseñaba el respeto por la autoridad, algo que ya no se ve, pero que, sin embargo, alguna vez, y perdido en el tiempo, nos enseñó el recordado gendarme…

También con la misma profesión y quien adquirió varias casas en el sector: Ramos, su apellido. Policía. Con dos emprendedores hijos, uno de ellos, Gustavo, profesor.
Y el señor Osorio, por la calle 99, en los límites, de Santa Rosa, (hacia el sur), como mecánico nos informaba, a diario, de su enorme afición por las botellas de cerveza.
Otro hombre destacado, el señor Malaver, ruso, albañil de profesión y hasta ganadero porque contaba con algunas vacas que su hijo Omar y sus otros vástagos paseaban todos los días por Santa Rosa. Cabe precisar que el mencionado constructor hizo las escaleras del segundo piso de mi casa paterna, sólo que se le olvidó ponerles cinta a los peldaños y entonces quien escribe, incluidas mis hermanas, y más en épocas de lluvia, rodaron por las escaleras lisas. Tremendos golpes. De puro milagro nadie se salvó de su respectivo costalazo… gracias al señor Malaver.
Otro “chiquito” que merodeaba de continuo por el barrio, de apellido González, nos ayudó, al menos con su hija Margarita, quien luego de cierto tiempo se enamoró de este noble corazón.
El adulto mayor, para la época, fue el señor Ferrucho, quien exhibió ferretería con sus puntillas y tornillos a la orden.
Don Fonseca y su cancha de tejo. Mechas explosivas, que reventaban a diario, pero en especial los fines de semana. Parece que ahí aprendió a jugar el señor Neva, otro de los fundadores del barrio y quien fue campeón de tejo a nivel nacional, según los archivos de la FDT (Federación de Tejo).
En la parte de arriba, límites orientales, residía el señor Pérez con sus hijos; a uno de ellos lo llamaron “Carta Brava”, en homenaje al galán que protagonizaba por esos días una popular y exitosa fotonovela.
Destacado también el señor Rodríguez, panadero de oficio. Uno de sus hijos. Enrique, repartía en su bicicleta el pan diario. La gran mayoría de sus habitantes se lo compraban calientico. Parece ser –no me consta-, que Enrriquito, luego de múltiples volteretas se torció en esos años turbulentos de los hippies, Woodstock y sexo libre…
Se puede mencionar también dentro de los fundadores al egregio empresario de apellido Pachón, quien logró volar alto con sus famosas empanadas y sus almuerzos y la rellena y la papa criolla y otras viandas, algo pasadas de aceite y duras como chicharrones: grandes envoltorios de arroz con arvejas, delicias de plaza, devoradas por lugareños y visitantes del barrio.
Isaías Bejarano, padre de Ignacio. La señora Rosario, su mujer, levantaba a las cinco de la mañana a sus dos hijos: Dora e Ignacio y empeloticos los lavaba con agua fría para que afinaran. En una de las casas del señor Bejarano, alguna vez salió corriendo una de sus inquilinas. La niña gritaba que unos rodeadores habían mordido a su hermanito quien era un bebecito…
Carmen Quintero y Hernando Peñalosa. La primera viuda. Hacía tamales los fines de semana. Dos hijos: Luis “El Cojo” y Manuel. Y Hernando Peñaloza. Este se quedó con el remoquete del “Rey”, porque el día de la coronación logró intimar con la reina del barrio. De ahí, y hasta su muerte, fue bautizado con el apellido “Rey”.

Senén Figueroa, medio hermano de mi madre. El hombre sufría de asma. Trabajaba en una estación de servicio de la avenida caracas con setenta y dos. Por esos días los escarabajos de la patria se trenzaban en reñidas competencias ciclísticas. Estuvimos un día cualquiera, a la vera del camino, hospedados en el segundo piso de la “bomba”, viendo el paso de la caravana y entre ellos aplaudimos al mejor de todos: Roberto “Pajarito” Buitrago, quien venía parado en sus pedales.
En un día de paro debíamos ir a la avenida suba. Era la manera más fácil de coger transporte hacia los distintos puntos de la ciudad. Yo iba, mi estimado familiar Senén, regresaba. Le dije – tendría a lo sumo diez años- que debía ir a trabajar. Con el sarcasmo propio de su avanzada edad me ladró: “Como me dice que pare un taxi, si mi salario diario no alcanza ni para cancelar el valor de la carrera” …
Con su deseo de mejorar su calidad de vida y la de sus familias, cada uno, de quienes oficiaron de fundadores, al trabajar en sus diversas profesiones, hicieron hasta lo imposible, para ayudar al progreso, no sólo del barrio Santa Rosa, sino también de nuestra Colombia entera.
Jhon F. Kennedy era el presidente de los gringos. Uno de los beneficios que trajeron los norteamericanos para Bogotá, no sé si para otras localidades de Colombia, fue la Alianza para el Progreso. A través de mercados suministrados a las clases menos favorecidas, la política estatal de los Estados Unidos ayudó a consolidar nuestra incipiente democracia.
Pero un día cualquiera de 1963 escuchamos por las noticias: “Mataron al presidente norteamericano”. Hubo una conmoción enorme por todo el barrio y por supuesto que en todo el mundo. Maldito, Lee Harvey Oswald, porque al asesinar al hombre más poderoso del mundo, por su culpa nos quitaron la Alianza para el Progreso.
ACTIVIDAD SOCIAL
Santa Rosa, organizó reinados. Y durante varios, en esos años perdidos de la historia, se inscribieron y participaron hermosas candidatas. De simpatía y belleza. Las primeras se dedicaban a recaudar fondos para los diversos programas agendados, mientras las segundas sonreían y atraían turistas…
Las beldades, en cualquier instancia se dedicaban a capturar y meter parroquianos a la cárcel. Estos últimos debían cancelar una pequeña suma de dinero para salir “sonrientes” de la prisión.
Ahora mismo me viene a la memoria la linda Gloria Valderrama –reina de belleza, discípula de Luz Marina Zuluaga-; la primera, fue esposa del «Burro», Miguel Ángel Gómez. Este artista, fue talento de otra galaxia. Pintaba, con trazo fino; muralista consumado, émulo del mejicano Diego Rivera.
Los cocacolos del barrio y de la época vestían muy a la moda de los sesenta: camisas de encaje, cintura, descaderados, (alguien hace poco decía que al estilo Serpa, con el bigote por fuera), zapatos de plataforma y arabescos de flores en los dobladillos de sus botas campanas.
En el barreno, plaza central del barrio, los habitantes hacían fila esperando que el Mono de la Pila les regalara agua. En el costado oriental se construyó el salón comunal. Todos los domingos se escuchaba por los parlantes, música de reconocidos compositores: Rómulo Caicedo, Antonio Aguilar y Aníbal Velásquez quien también comenzaba a impactar con sus canciones… “Un poquito de cariño yo te pido, un poquito de cariño nada más” … y el animador de turno lanzaba, micrófono en mano, a los cuatro vientos sus palabras que, como suspiros, delataban a obsesivos, tragados y apasionados lugareños…
“Esta complacencia la dedica el señor Antonio Tres Canales para la linda Micaela, vecina de nuestro querido barrio” …
Trayendo a colación los diversos eventos programados en beneficio de la comunidad, pero, y para ponerle un poquito de picante a la cuestión social, hubo un “affaire”, que se sale de lo normal: un gallo enterrado y solo su cabeza por fuera; alrededor del gallito muchos parroquianos interesados en decapitar con un machete en sus manos y los ojos vendados. A la orden del animador cada uno de los ávidos de sangre blanden su machete y se dirigen a ciegas hacia la cabeza del gallo vivo. El machete ya no saca chispas, en la tierra los verdugos hieren la arena, una y otra vez, hasta que, de un golpe “afortunado”, cercenan la cabeza del ave. El público alardea de la proeza. Podría llamarse esta inaudita costumbre: «quítele la cabeza al gallo».
Mi tía Rosa Helena Figueroa, mientras tanto vestía a la usanza de Gigliola Cinquetti. Italiana ella, famosa en la radio y la televisión de aquellos días. Recordamos una de sus emblemáticas canciones y que todavía se escucha: “No tengo edad”, para decirnos que los años no pasan en vano. (Pero, si fuera cierto).
Quiero destacar que Rosita, se empecinó en llamar la atención de un intruso, el cual, y como fantasma, parece que logró enamorarla. Los archivos niegan tal arrebato de pasión. El man vestía pantalón descaderado al estilo Serpa, con sus respectivas botas campanas, calzado vaquero, patilla gruesa y su ondeante mechón; al mandril se le otorgó el remoquete de “Moño Loco”. Más de una de las chicas del sector quedaron entre tontas y bobas con el hombre quien tenía cierto parecido a Elvis Presley.
Un mediodía de abril (pudo ser otro mes), en la azotea de los Chávez se entrenaba fuerte y duro un matador. Aspirante a pisar la Plaza de las Ventas. El larguirucho alquiló una carretilla con dos cuernos y todas las tardes veíamos al man,boquiabierto apretando nalgas. Tremendo caminado que esgrimía el candidato a maletilla ante las lujuriosas miradas de varias de las reinas del barrio.
Destaco también que con nueve o mis diez años, estacionaba antojos en la casa del vecino. Una de sus inquilinas posaba de malabarista, de contorsionista. Clara, era su nombre. En varias ocasiones observé su juego y su arriesgada gimnasia entre las barandas y pértigas, y claro, ante sus filigranas mis pantalones comenzaron a mantenerse inquietos.
En los años setenta, nos metíamos a La Chichería”. Todo el parche, como ahora se le llama al grupo de amigos. La barra, el combo… a jugar tejo. Antes de empujarnos cuatro lúpulos de auténtica maduración –Bavaria-, nos acomodábamos a degustar el chivo horneado, la papa salada, el ají puro mejicano, (el mismo que picaba tanto a la entrada, como a la salida); la mazamorra chiquita, el guacamole, y todas estas viandas vernáculas que se amenizaban con las bellas canciones (otra vez las cito porque son composiciones hermosas): “Clavelitos con amor”, “Jalaito Papá” … gracias Rómulo Caicedo por hacernos recordar, una vez más, nuestra infancia y adolescencia.
DEPORTES EN SANTA ROSA
En las competencias ciclísticas uno de quienes intervenían de continuo era nuestro amigo Jorge Mario, el peluquero del barrio y quien lucía en el pie derecho una bota ortopédica con una gruesa plataforma para compensar el tamaño de su pierna derecha, más corta que la izquierda.
Pruebas atléticas también se realizaron en jornadas de cinco y diez mil metros donde nuestro amigo, Efraín Camargo, siempre triunfó; de ahí que la historia lo señaló como el Álvaro Mejía del barrio.
No obstante, hubo competencias donde Efraín no pudo participar. Un domingo, casi olvidado, el barrio lloró por el triunfo de algunos atletas que hicieron el 1, 2, 3, y que subieron al podio de los elegidos para luego ser repudiados, puesto que se comprobó su actividad como un ejercicio de consumados profesionales. Cuando la organización se enteró de la anomalía, dejo en claro que, de ahí hacia delante, sólo se permitirían corredores estrictamente aficionados.
Se organizaban unas recochas rebacanas en la cancha de banquitas de la Concentración Santa Rosa. En uno de esos cotejos vi al “Burro” Gómez levantar su alevosa pata izquierda sobre el cuello del oponente para despojarlo de la pelota. Ahí sí me va a perdonar «El burro» Miguel Ángel, pero casi le quita la cabeza a su rival. Mal ejemplo del hombre jugando banquitas. Más sabía un semental de etiqueta, que “El Burro” de fútbol.
Ricardo Vargas-, el contador, fue un líder con la pelota, aunque bastante camorrero el ariete. Y todo porque lo despojaban del esférico. En el parque del ocho, situado en el barrio la Floresta y cercano a Santa Rosa se jugaban tremendos cotejos. Fue bautizada su improvisada cancha “El Líbano”, en homenaje a la nación asiática y todo por los continuos conflictos dominicales, y gratis, que allí se armaban.
Un domingo cercano a la navidad, en el Líbano, vimos a un defensa cuatrero fracturar a un improvisado futbolista recién desempacado de Cali. El delantero picó raudo por la punta derecha y en pleno y desbordado galope el energúmeno lateral vomitó una esquizofrénica patada sobre la tibia del caleño. Un lacónico ayayaii lanzó el pobre hombre, quien ebrio de dolor y casi desmayado por la tortura levantó su sangrante pierna derecha mientras el hueso roto salió astillado… rumbo a la clínica Francisco de Asís.
Después, (las fuentes implicadas nos lo contaron), que el invitado, amigo de Josito, a raíz del insuceso, colgó los guayos, porque al recordar el episodio juró que nunca jamás calzaría botines.
Ricardo, El Ariete, junto con su hermano mayor, Clovaldo, dirigieron equipos de fútbol, en esa época, marcada por Estudiantes de la Plata, célebre conjunto argentino que ganó de todo: copas, trofeos, campeonatos y hasta el remoquete de equipo mañoso (contado por el mismo Salvador Bilardo), quienes hasta agujas sembraban en las nalgas de sus rivales con el único ánimo de salir invictos de cualquier cotejo.
Los muchachos de la familia Vargas, no fueron tan mañosos para jugar al fútbol, algo soberbios, eso sí, pero nunca picapiedras, ni tampoco malas leches, como si lo fueron, los rioplatenses.
Quien sí repartía leña, o tagua pura, fue el back central del Atlético Madrid del barrio, nuestro querido amigo y recordado Gonzalo Parada. Pasaba el balón, pero no la víctima; el otro guardián defensivo fue el inacabable Irenio, quien defendió la zaga madridista, casi que durante treinta años de fútbol. Cuando se retiró el zaguero, todo el elenco, incluidas barras, hinchas y hasta las bellas mujeres del barrio despidieron con picos y abrazos al fornido jugador.
Otro de los buenos jugadores del barrio: Omar Vargas Ballén, periodista de vieja escuela, en la actualidad fundador de un afamado portal de noticias; “News Press Service». El varón en aquella época era un endiablado mediocampista. hábil y escurridizo. Fue bautizado por sus amigos “Cafú”, en homenaje a sus destellos.
Los cotejos en la Concentración Santa Rosa, tuvieron invitados de postín, equipos emblemáticos de la zona 11 de Bogotá: El Quinto Parlamento. Ejército de Cinco, El último esfuerzo, Los Halcones, El Show de los Cauchos y otros más. Todos estos elencos, tanto de banquitas, como de microfútbol contaron con numerosos hinchas que engalanaron de continuo las recochas que se realizaban en los patios de la Concentración Santa Rosa y en la cancha de microfútbol del barrio.
Por esos días, sobresalía en calidad, un menudito jugador, hermano y panadero, de la misma estirpe del Enrique, cuyo nombre, Efrén Rodríguez, nos hizo recordar que a la vida se le debe poner ají, sólo que este último varón no fue, como su brother, tan pendenciero, ni picante; un animal el Efrén para jugar. No se amilanaba ante los contrarios, y si, por el contrario, sus amagues desequilibraban teniendo un arsenal completo de engaños, florituras, túneles, ochos… en una de sus inspiradas tardes logró hacerle dos túneles seguidos a uno de sus rivales incluida repentina bicicleta y aunque la víctima no lloró porque todavía en esa época se decía que los hombres no derramaban lágrimas, la verdad, su víctima muy educada sólo atinó a retirarse del cotejo, no sin antes brindarle un vaso de limonada emponzoñada.
En el caso de Efrén Rodríguez, lo recordaremos siempre como un brillante jugador; nada que envidiarle al mejor en microfútbol, a nivel mundial, nuestro eximio Jhon Jairo Pinilla; quien, y de seguro, y con el perdón de nuestros lectores, le quedaría en pañales ahora mismo, al crédito de Santa Rosa.
Otro de los grandes equipos de Banquitas de mi barrio y que todavía sigue haciendo historia, por su trayectoria, entre jóvenes (más de setenta años), y grandes, se llamó “Agüita Amarilla”. Sus integrantes, Elías Prieto, Omar Vargas, Alonso Ojeda, Guillermo García y varios y otros gorditos que difícil recordamos ahora porque parece que algunos se volvieron contrabandistas. Vestíamos todos con el color de Dios. Le pusimos ese nombre porque en esa década hubo un afamado conjunto español de rock, Los Toreros Muertos, que popularizaron una canción con ese mismo nombre.
Antes de ingresar a la cancha por los parlantes del parque central de Santa Rosa se escuchaba una melodía: … «creo que he bebido hoy más de cuarenta cervezas … y sale de mí una agüita amarilla cálida y tibia»… y entonces ahí sí la regábamos, como dijeran los mejicanos, alebrestados los ocho miembros del elenco en la cancha embestíamos y superamos a todos los rivales. Terminamos, hasta la semifinal, invictos.
Un sábado, donde se jugaba el penúltimo partido, habiendo vencido por la mínima diferencia, ingresamos al salón «Chanfaina», de la Chichería y en la celebración que duró hasta altas horas de la noche, claro, de la emoción, abusamos de la cerveza. Al otro día, domingo y en plena final, mi equipo, la Agüita Amarilla, como una central telefónica congestionada no hilvanó sus precisos pases, ni tejió la redonda, ni la metió, ni se organizó bien en el rectángulo, mejor dicho, perdimos el campeonato por un abultado marcador… nos habíamos pasado de celebración.
Antes, en 1976, una pionera del futbol femenino, nacida en Santa Rosa; la chica, creo que de nombre Yolanda, hija de un paisa, profesor de golf; la nena de tan sólo doce años, regateaba y hacia amagues con la pelota muy al estilo de Linda Caicedo. Los varones apenas sonreíamos al ver la habilidad de la jugadora con el balón. La joven, consciente de sus dones demostraba una mayor inspiración cuando la admirábamos y entonces su repertorio de cabriolas con el esférico se multiplicaban… pisaba, jalaba y luego ya cansada de su arte remataba su exhibición con un potente disparo fusilando al arquero; de seguro que en estos momentos descollaría la muñeca en el Real Madrid.
EL ABRAZO DE PELÉ
Santa Rosa fue un polo de desarrollo en materia de fútbol. En los potreros aledaños a Santa Rosa donde actualmente se encuentra el barrio Pontevedra se construyeron catorce canchas de fútbol por obra y gracia de la Fedenorte, una de las mejores ligas bogotanas de fútbol aficionado de los años 70 y que duró hasta expirando el siglo XX.
Por sus canchas de fútbol desfilaron grandes jugadores de la época como el “sapo” Benítez, paraguayo. También admiramos al arquero guaraní, Pablo Centurión. Al capitalino, Álvaro el “Chiquitín” Aponte, defensa de Santa Fé. Y como para variar, también apareció un día perdido, Edson Arantes Do Nascimento “Pelé, quien vino con toda su corte e hizo presencia en los potreros aledaños a Santa Rosa, una mañana cualquiera del mes de mayo; se preparaba la “verde amarela” en Bogotá (Club de los Lagartos) para el mundial de Méjico 70. Y escuchen: Pelé me abrazó, yo tenía doce años. Me firmó un autógrafo que se me refundió con los años.
En esas canchas de Santa Rosa: un equipo “Tipografía San Jairo”, con los mismos colores del Cúcuta Deportivo. Otro, Roja Rojas, que vestía colores similares al tradicional Junior de la actualidad.
Mi barrio, tuvo grandes equipos aficionados porque fue polo de desarrollo durante casi veinte años.
Atlético Madrid, mi padre fue uno de sus fundadores. Los Embajadores, de propiedad del señor Rincón. Ferrocarril Oeste, Los propios, Sporting Jardín, entre los más añorados.
CHITAL, CINE Y CIRCO
En el aula máxima de la Concentración Santa Rosa, los niños de la época veíamos películas gratis. Era la época de oro del cine mejicano. Antonio Aguilar con sus caballos y oficiando como “El Norteño”, defendía a los hombres, de tanto villano suelto, muy a la usanza de lo que hacía El Zorro. Acá también se hablaba y se leía sobre el “Látigo Negro”. Pero, de tanto ver filmes, me enamoré de niño. Quiero disfrutar, otra vez, las cintas de Lorena Velásquez. Que hermosa actriz. Y cuando cantaba: “Amorcito de mi vida estoy muy triste” … esos bellos ojos y su boca y su rostro. Hoy de nuevo quiero recordarla…
He mencionado El Chital. Era un terreno agreste, verde, un potrero inmenso donde los pájaros hacían sus nidos y aparecían sapos y cucarrones en épocas de invierno. Allí nos encontrábamos, luego de la jornada escolar con el parche y nos daban las seis de la tarde. Puro juego. Soldados libertados, la lleva… Había demasiada naturaleza y Bogotá tenía en los sesenta, muchos, demasiados terrenos baldíos.
En uno de esos potreros ubicados en el perímetro de Santa Rosa, en el Barreno, apareció un circo. Y no importó que su carpa luciera toda remendada. Payasos, contorsionistas, malabaristas, luchadores, en fin, era tan original el circo que los payasos oficiaban de taquilleros y de porteros y de malabaristas; mejor dicho, un sólo artista hacía de hombre orquesta y a pesar de todo le quedaba hasta tiempo de telonero para sonreír.
Sobre su carpa, decenas de bombillas encendidas, colores rojo y amarillo, sus principales luces, aunque también en algún instante se dejaba ver el azul, un poco desteñido. El indio Atari, un gordo luchador, rudo y pendenciero cascaba a todo el mundo. La afición abucheaba al individuo, y yo también soltaba mis arengas: “mátelo, no lo deje vivo” … pero el aborigen siempre ganaba y “mañana, traeremos a un luchador invicto” … el animador invitaba a los santarroseños. Al otro día los palcos a reventar y “abajo el indio Atari” …
Nacido en Soata, Boyacá, ojiverde, blanco, tirando a mono; para los diciembres, Don Campo Elías Prieto, uno de los fundadores del barrio, se vestía de fiesta, y con él toda Santa Rosa. ¡Ah!, que bellos tiempos… el hombre con su positivo liderazgo organizaba y la niñez y juventud y los viejos, a sus órdenes, se disfrazaban: matachines, payasos, conejos, osos; se quemaba el muñeco y la multitud lloraba al año viejo que se despedía entre risas y amarguras, mientras que de la niebla aparecía un joven estrenando vestido. Y una cinta sobre su pecho con el rótulo: “Bienvenido año nuevo”. Quien lucía ese traje nuevecito, durante muchos años, fue el recordado Pedro Melo.
Y Luego Pedro Rojas, con sus aguardientes entre pecho y espalda hacia girar una estopa empapada de gasolina y con el fuego en su corazón las chispas preñadas de peligro se elevaban hacia el cielo: una vacaloca que iluminaba los diciembres.
Más adelante, el hijo de Don Campo Elías, del mismo nombre que su padre, y como heredero del buen ejemplo, duró quince años organizando la fiesta de los niños, para el 24 de diciembre (1982 -1997). Por tradición El Tiempo, con sus reporteros gráficos cubría el certamen, fotografías que aparecían el 26 de diciembre de cada año en el matutino liberal. Los habitantes de Santa Rosa esperaron siempre la publicación de El Tiempo, porque así descansaban, y sacaban pecho, del guayabo que producía el carnaval de navidad.
EPÍLOGO
Ese fue mi Barrio, el mismo que disfruté desde niño. Con otros hombres de bien, ya viejos como yo, hoy recordamos nuestras peripecias y hazañas. Nos da tristeza regresar sobre los pasos porque dicen que la infancia ya se fue… Evocamos ese pasado porque siempre al narrar estas historias, todo indica que hemos quedado en paz; la deuda ha sido saldada.
Ahora mismo, viajamos por el mundo, pero queremos, de nuevo, pisar sus calles, Santa Rosa. Sabemos que todavía por allí se acomoda Ruby y su hija Laurita (mi sobrina), ¡ah! y también Sandrita, otra de mis hermanas. Las tres viven acá. Y no se irán de estos contornos porque nadie podrá tener mejor derecho que ellas… pertenecen a su barrio, el mismo que las vio nacer…
Yo quiero mucho a Santa Rosa: mis pasos seguirán rondando sus recuerdos y en medio de mis risas y mis dolores te extraño, barrio querido…
Hasta luego, mi Santa Rosa del alma. Antes de morir, volveré algún día. Y no importa que no esté a mi lado ninguno de mis amigos, pero, hoy de nuevo confesaré que allí se quedaron mis mejores años y sé que, una vez más. regresaré… lo prometo.
Martes 15 de abril, 2025.