News Press Service
El Espectador
Hace 700 años murió en Rávena, Italia, Dante Alighieri, precursor de la lengua italiana, autor de la «Divina Comedia», uno de los libros esenciales de la literatura universal.
Estaban sus ideas, que por supuesto, debieron ir cambiando en la medida en que pasaban los días, al ritmo lento de aquellos días del siglo XIII, y estaban las hojas en papeles gruesos de pergamino en las que él iba anotando lo que editaba en la mente de lo que se le ocurría, de lo que veía o leía. Estaban el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Estaba él, Dante Alighieri, tan atormentado como esperanzado, tan decepcionado por el amor como ilusionado con él, por él, y estaba Beatriz, tan real como ficticia, tan cruda como platónica, tan dolorosa como soñada, un ideal de niña-adolescente-mujer que representaba el amor para Dante: “Un amor ardiente que mueve al sol y las demás estrellas”, a quien él conoció a los nueve años como Beatriz Portinari, luego volvió a verla nueve años más tarde y nunca más.
Estaban el exilio, la amargura, la crueldad y el deseo de comprender, y estaban las preguntas, que por fortuna, jamás tuvieron ni tendrían respuesta. Estaban las letras y las palabras de una lengua que apenas comenzaba a crearse, o a afianzarse, y estaban los miles de miles de conceptos que flotaban más allá de las palabras, y que por ello aún no tenían palabras que los definiera. Estaban las plumas de ganso, de cisne o de cuervo, con las que aquellos pocos que sabían escribir plasmaban sus pensamientos y los hechos siempre sin confirmar de un tiempo en el que una hoja escrita, una sola hoja, era un acontecimiento, e incluso un milagro a los ojos de los pobladores de un mundo en el que más que certezas había fe, y más que fe, analfabetos a quienes no les es quedaba una salida distinta en la vida que creer