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Día mundial sin tabaco
Por Elías Prieto Rojas
Desde los dieciocho años fumé cualquier tipo de cigarrillo que cayera en mis manos. En aquellas lindas épocas de mi adolescencia y juventud se fumaba en donde fuera sin importar el sitio ni la hora ni con quién; en los buses, no importaba si estuviera repleto de pasajeros, o desocupado. Lo esencial era echar humo… en el parque, cafetería, estadio, en la casa del vecino, parqueadero, mejor dicho, y para que me vayan entendiendo y compadeciendo, porque el vicioso se hace notar desde tierna edad: por esos nefastos días fabricaba bodoques en papel periódico que luego quemaba aspirando el letal producto, es decir botaba humo hasta por el c… lo único cierto era que deseamos, quien lo creyera, emular a los grandes, queríamos sentar el precedente de “autosuficientes”, para demostrar que ya era uno grandecito y autónomo; nada de permisos, porque después de todo los padres de aquellos días andaban en sus propias aventuras siendo la primera conquistar el pan para sus vástagos; y fueron pasando los años hasta llegar a fumarme dos paquetes diarios. Marlboro, “entre al territorio del placer”, veneno y pautas publicitarias donde aparecía un vaquero rodeado de muchas reses que desfilaban por la pradera con la música de los “siete magníficos”. Impactaba esta cuña como también nosotros que de adolescentes nos creíamos el cuento de ser visionarios, o contestatarios, o rebeldes, o mejor dicho, de alguna manera queríamos ser “diferentes”. Nos considerábamos únicos -que tristeza- individuos equivocados, donde yo era uno de ellos. No sabíamos el terrible daño que le hacíamos a nuestro cuerpo, a nuestros pulmones y a todo el mundo. En clase, recuerdo en este momento al profesor de publicidad quien en una hora cátedra se fumaba mal contados cinco cigarrillos delante de sus quince estudiantes y a puerta cerrada. Uno detrás del otro. La ropa se impregnaba de nicotina. Un aliento hediondo, un vicio demoledor que en nada contribuye a mejorar la condición de la humanidad. Qué salvajes, por no decir que brutos, al creernos los dueños del mundo cuando lo único que hacíamos era matarnos poco a poco. Y qué cómo hice para olvidarme del mortal veneno: cada año me hacía la promesa de no volver jamás a caer en manos de ese cilindro asesino de ocho centímetros. En los últimos quince años empecé a disminuir el consumo de tabaco. Paulatinamente. Dieciocho, catorce, doce, diez, seis, cuatro, dos, y en los cinco primeros años del siglo XXI me fumaba solo un tabaco. Lo hacía luego de la cena, o comida. Dizque porque todavía necesitaba hacer la digestión. Consumía el alimento de la noche, salía de mi casa y me recostaba en el único poste que había cerca de mi residencia. El rito y el riesgo era el mismo. Encendía el cigarrillo, le daba dos chupones, y entonces ahí mismo mi organismo se descompensaba, una gran presión de sangre subía a mi testa, y pálido y angustiado, con una especie de fuente en mi corazón sentía que iba a padecer un derrame cerebral. Así pasaron muchas noches. Invariable. Día tras otro. Y luego de consumir ese nefasto cigarrillo y de saber lo que me iba a pasar me encerraba a orar en el baño del primer piso y en medio de mi terror le pedía a Dios que nunca sufriera un derrame cerebral. Pero me faltaba valor… y la tortura seguía de domingo a domingo y por culpa mía. Hasta que me arme de enjundia. Ese iluminado día agarré la cajetilla de cigarrillos y los fui destrozando, uno por uno, y los lancé al sanitario, uno por uno, con la promesa de nunca más poner en riesgo mi vida y menos por un cilindro asesina de ocho centímetros de largo. Han pasado doce años y jamás sobre la tierra incumpliré la promesa de volver a ser esclavo de un vicio tan mortal. Y aunque cualquiera de los vicios es nocivo, fumar y ser esclavo del cigarrillo es lo peor que le pueda pasar a cualquier humano. Estoy vivo es de milagro.
Martes 31 de mayo, 2022.