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Por Elías Prieto Rojas
CON EL ABRAZO DE PELÉ, AHÍ EMPEZÓ TODO
En cualquier actividad, todo tiene su comienzo, por humilde que sea, en el instante mismo, según el cual, la pasión, en este caso por el fútbol, se deriva de una emoción fuerte que te marca para siempre, y es ahí que para iniciar está serie de veinte breves crónicas autobiográficas sobre el deporte más popular que existe en el planeta, se debe precisar esa primera experiencia que siempre será inolvidable como en cualquier aventura; en lo que a mí respecta, cuando me abrazó Pelé, siendo yo un niño de catorce años: ahí empezó todo…
EL BARRIO DONDE SE NACE MARCA LA RUTA
Es clave para un deportista iniciar su práctica desde niño, porque cualquiera lo sabe: para soñar ser alguien en la disciplina elegida, primero se debe contar con las canchas necesarias para entrenar a diario; de ahí hacia delante, al tener “la tentación” cercana, lo demás es fruto del antojo, no importando si existe un maestro al lado; al ser oriundo del barrio donde, según la leyenda, existieron las dos mejores canchas de fútbol que fueron epicentro de las mejores gestas futboleras, por aquel entonces en Bogotá, barrio Santa Rosa Norte, lo demás es historia, y de la buena, parodiando a quien decide lanzar los cuatro ases sobre el césped, por decir algo…
ALEGRÍAS PURAS QUE ME PERSIGUEN DESDE NIÑO
Alguna vez ya siendo adulto ingresé a un baño público a desaguar; a los treinta segundos y todavía expulsando mi agüita amarilla alguien entró y sin mediar palabra alguna lo dijo a los cuatro vientos: «algún día voy a ser como usted»… esas palabras me llenaron de orgullo y ahora las utilizo al evocar a dos grandes equipos aficionados a los que vi jugar siendo un niño: Tipografía San Jairo y Roja Rojas se enfrentaban por el torneo local. En el camerino (al aire libre), tuve la fortuna de ver y escuchar comentarios, anécdotas, y bromas acerca de los pormenores y la previa de cada uno de los jugadores de estos dos recordados y admirados equipos, y me parecieron sus incidencias tan hermosas, y tan puras sus expectativas y alegrías, que ese día me lo prometí: «algún día voy a ser como ustedes». Y por eso, aquí me tienen: adorando al fútbol, y escribiendo, una vez más, por todo cuanto me ha dado.
LA REBELIÓN DE UN FUTBÓL QUE DESDE ALLÍ CRECIÓ
Ese día había ido donde “El Peluca”, y el plan significaba cortarme el cabello, pero acudí a su barbería, impulsado, además, como un resorte, pues a esa misma hora la Selección Colombia de fútbol jugaba contra Alemania. “El Peluca” terminó su trabajo conmigo y preciso vino el paroxismo: Fredy Rincón en una fulminante descolgada metió el balón en lo profundo del marco teutón. Empate. Colombia clasificaba por primera vez a octavos. De la emoción, y todavía no sé cómo, boté la sábana que tenía sobre mí, y cuán largo soy, y con los brazos en alto me paré encima de la silla… «¡Bájese, bájese de ahí!», fueron las palabras del Peluca. Ha sido el más colosal “oso”, de toda mi existencia. Pero, no me importa, pues mi amor por la Selección, todavía y para siempre, sigue intacto. Aunque estoy triste. Porque mi Colombia no jugará en el Mundial de Qatar. Y por eso, será la primera vez en mi vida, que no coleccionaré las láminas de este mundial.
GOL DESDE MITAD DE CANCHA…
Jugaba con el equipo de la Universidad y nos liábamos en total refriega con un conjunto de una programadora de televisión; nosotros los arrollábamos sin piedad alguna y el marcador abultado indicaba cuál era el mejor equipo, que por ahora no se discute, porque los universitarios llevábamos meses de entrenamiento mientras nuestros rivales apenas se conocían. Fue un baile total. El cancerbero de la oposición sacó desde su portería y el globo aterrizó en todo el punto centro de la cancha donde este pecho se encontraba. Con el borde interno del pie derecho le quité velocidad, la pelota rebotó casi dormida, y en cámara lenta la devolví con el empeine, pura sutileza y devoción: el balón se elevó como una obediente cometa y durante varios segundos soñé ser el dueño del mundo: “la caprichosa” plena de rebeldía se desmayó en el travesaño y entonces mi fantasía nunca jamás se pudo realizar. Hoy creo que podré hacer un gol desde mitad de cancha, pero ya será en la otra vida…
CUBRAN AL CUCHO
Fui un excelente jugador de fútbol. Hábil, escurridizo. Mi futbol, repentino como un ataque cardiaco. En esas épocas se decía que debíamos jugar sin bola, arrastrar la marca, abrir el hueco para el ingreso del atacante. Demasiadas veces así lo hice. Me fui tomando confianza hasta el punto tal que jugué fútbol hasta llegar al quinto piso (me refiero a la edad). En uno de los últimos encuentros jugué con muchachos de veinte años. “Tócala”, “córrase a la derecha”, “haga el pase” … “en profundidad” … y con mi lengua, como todos los buenos jugadores de fútbol, motivaba a mis compañeros. Uno de los rivales botó la pelota al tiro de esquina. Mientras el compañero se disponía al cobro, en el área enemiga este noble corazón enamorado se movía: a la izquierda, derecha, corría, me paraba, levantaba los brazos, y en el momento mismo del disparo se oyó una frase que se escuchó allende los cuatro mares: el diez del equipo rival como si fuera el último comanche gritó a los cuatro vientos: “Cubran al cucho”. Ahí se terminó mi carrera; desde ese fatídico día, no me he podido recuperar; ahora me dedico al golf…
PELOTA DIVIDIDA
Era la primera vez que dos equipos de la misma universidad disputaban uno de sus clásicos: comunicadores frente a estudiantes de leyes en la cancha de un claustro emblemático de la capital; las 8:30 de la mañana se marcaban en el reloj de la Porciúncula; y con el frío propio de la madrugada, uno de nuestros mejores volantes conquistaba los cielos lanzando un globo directo al área enemiga; este exquisito, hábil y escurridizo armador como una flecha envenenada picó en punta desde la mitad del campo, pero iba tan distraído, y a su vez tan tan atento a la pelota, que no advertí el sutil cambio de ritmo del futuro abogado y este energúmeno individuo, sediento de sangre, y como un defensa cavernario y saliendo de su guarida me embistió a traición con la consistencia propia de un tanque alemán; yo iba sin desayuno, mal dormido, seguramente pensando en los guevos del gallo y el brutal choque me refundió el norte; salí sonámbulo del terreno de juego y no recuperé conciencia sino pasados diez minutos. Al ingresar al terreno de juego el árbitro no me autorizó la entrada; me había expulsado porque no le pedí permiso para abandonar la cancha; pero así cómo… árbitro y… juez.
POR ESO, DECIDÍ TENER MI PROPIO EQUIPO
En ese equipo fui un número 10 aunque en mi casaca aparecía el 20 y entonces al sumar estas dos cifras solo entraba a jugar escasos 30 minutos, porque en los oncenos donde se hablaba de mi talento los directores técnicos decían que me faltaba fondo, o piernas, o que no tenía el oxígeno suficiente para aguantar el tiempo completo; sin embargo, siempre mis asistencias eran más letales que caimán en una fiesta de peces, y por eso al terminar los cotejos mis compañeros se derramaban en elogios: «Juega el negrito y todo se hace más fácil», decía uno, y el otro: «El hombre es cerebral y de pronto un pase del otro mundo y el atacante sólo frente al arco y sáquela de adentro». Y lo mejor de todo: yo me las creía. Con ese plus invité a una hermosa chica para que admirara mi juego. La dama venía de Flandes, Tolima. Tres horas en flota para ver a su varón. La nena, a mí me gustaba. Brillé mis guayos negros y el uniforme impecable. El día anterior soñé en meter un gol al estilo Marcos Coll, es decir olímpico. Llegué con mi novia al partido. Clovaldo, el entrenador, hizo la alineación, pero me dejó en banca. No dije nada. Callado esperé mi oportunidad. El equipo mío jugaba mal. Perdíamos. Miré al director y nada. Al cuerpo técnico y nada. Faltando dos minutos: «¡Negro, le llegó su turno, caliente!». Ingresé al campo sin calentar tal vez esperando mejor una botella de aguardiente para tener un calentamiento superior. No toqué la bola ni una sola vez. Y se terminó el partido. Desde ese día juré tener mi propio equipo para que nunca ningún güevón me dejara en la banca.
PROBLEMAS DE CUNA
Recuerdo a mi padre en la sala de nuestra casa yo siendo un “terremotico” de siete años asistiendo furtivo a una importante reunión donde se creaba un equipo de fútbol. El viejo hablaba ante un selecto grupo de mis familiares y algunos amigos. Un texto grande para redactar los estatutos y al final el Club Atlético Madrid salió a la luz pública. Años más tarde y por enseñanzas de mi progenitor decidí con el apoyo de mi familia fundar el Club Deportivo Centauro. Este era un equipo donde jugaba mi primogénito, sobrinos y otros jóvenes que prometían. Fútbol pleno. Alegría, jovialidad, respeto, y lo fundamental; un equipo que se paseaba victorioso por las diversas canchas de la capital. En uno de los muchos torneos en los que participamos llegamos a la final de las olimpiadas de Usaquén. 2 -1 íbamos ganando el encuentro. Faltaban tres minutos para que concluyera el partido y envié a todos mis dirigidos a que se colgarán de los palos. Sin embargo, se perdió la pelota en el medio, los rivales hilvanaron varios pases y gol en contra de mi portería. Empate. Penales. Elegí mis mejores hombres para que patearan la tanda de cinco cobros desde el punto blanco. Al orientar la charla, aparte, con mis selectos cinco goleadores, cuatro de ellos me dejaron perplejo: «Profesor, yo no le pego a la pelota porque no me tengo confianza». El otro: «Profesor, yo no cobro el penal porque de pronto boto la pelota a las nubes». Mojica: «Profesor, no me ponga a patear porque si no la meto mis compañeros me linchan»… Ese día entendí por qué a la Selección Colombia le va tan mal en los diversos torneos. El único que aceptó el reto fue mi propio hijo. «Papá, yo disparo y meto el gol con todo y arquero»…
¡ACÁ, QUIEN MANDA SOY YO!
Como vendedor “estrella” abrí la boca y el dueño de la empresa giró un cheque por $ 1.500.000 para organizar un equipo de fútbol; llamé al jefe de cobranzas precisando que se hiciera cargo de la compra de los uniformes y de paso que ayudara en la búsqueda de 10 jugadores, mientras que el líder, o sea yo, contrataba los otros diez goleadores. Hicimos la primera reunión, pura diplomacia: cumplimiento, solidaridad y respeto: jugar siempre a ganar. Aclaré que los uniformes eran propiedad de cada uno, después del quinto partido. Para el primer cotejo aparecieron 20 futbolistas estrenando y dispuestos a ganarse la titular. Hice 8 cambios, perdimos, y al final me reclamaron que por mi decisión se había desbaratado el equipo. Para ganar afectos, ese día, en contravía de lo acordado, les dejé los uniformes. Cada cual llevó el suyo a su hogar. Quien escribe se quedó con la 10 porque supuse que me la había ganado. Para el segundo cotejo se presentaron 13, luego 12 y al cuarto partido solo 11 futbolistas. Y seguíamos perdiendo. Contraté a un goleador neto y nato. En el cotejo que podía ser la reivindicación pedí prestada una camiseta para el bombardero y uno de los dos jugadores que en ese momento permanecían banqueados –yo oficiaba sólo de director técnico- me ladró: “Y por qué no le presta usted la camiseta”. Con humildad me quité la casaca. El nuevo atacante metió un gol, pero acabamos derrotados. Luego de concluido el partido y porque me sentí ofendido con el personaje que me conminó a prestar mi camiseta de manera arrogante y violenta, por ese “pequeño” detalle le puntualicé en medio de todos los compañeros: “Usted no juega más en el equipo” … ¿Y por qué? ¡Porque aquí quien manda soy yo!
¡Y POR QUÉ SE LE PROHIBIÓ ATAJAR!
El año anterior habíamos perdido la final y ahora no podíamos fallar de nuevo; el esquema seguía siendo el mismo y sólo dos contrataciones nos acompañaban para ganar el campeonato: un delantero y el arquero, en esas épocas de austeridad, nos auguraban mejores resultados. Como se trabajaba con menores de edad se hacía imperioso hablar con los padres de todos los jugadores. Así se hizo. Les recordamos a cada uno de los progenitores que no solo debían pagar la mensualidad acordada, sino que también era importante el apoyo, la presencia del jugador número doce y específicamente la colaboración de la familia: qué eso ayudaba. Y ganamos doce partidos en serie. Invictos. Y en todos los cotejos hubo presencia, tanto materna y paterna en las tribunas. El día de la final aparecieron todos los jugadores, menos el arquero. (Se aclara que, en los equipos aficionados, o de barrio, como se estilaba en esos días, casi nunca se tenía un segundo arquero porque nadie se animaba a ser suplente y menos en esa posición). Como director técnico, loco me sentía. No aparecía el guardapiola por ningún lado… Diez minutos para que el árbitro pitara el inicio de la final y nada de cancerbero ni de arquero ni de guardameta; no teníamos a nadie de nuestro equipo que se metiera debajo de los tres palos; me rascaba la cabeza, caminaba de un lado para otro, miraba al cielo, de rodillas… llamé al arquero: «¿Qué pasa, a qué juega usted, por qué no llega, lo estamos esperando»?… «Profesor, no puedo ir al partido, mi mamá me tiene castigado». ¿Y por qué, cuál es el motivo? «Porque en el estudio me ha ido mal; perdí tres materias»… Páseme a tu mamá -le ordené casi gritando-. «Señor, a mí me da pena, pero a Rubén le prohibí que fuera al partido. Yo no puedo premiar a quien se viene tirando el año»… Queridos lectores qué pena con ustedes; una madre emberracada no la detiene ni el divino p…..
POR ESE PENAL…
El día anterior cobré demasiados penales. Lucho, nuestro entrenador, detrás del arco, hacia las indicaciones de rigor, pero la frase que más le escuché tenía que ver con la manera de ejecutar el disparo: la ubicación de la pelota, el riesgo de ponerla muy cerca del palo. El cobro que durante muchos años perfeccioné consistía en dirigir la mirada directa a los ojos del cancerbero, sólo que luego del impulso y en el momento justo del contacto, este pecho abría la parte interna del pie derecho hacia ese mismo costado: el balón no se dirigía al centro de la cabaña, sino que, y como un corto misil, la pelota se dormía en el fondo del arco rozando la base del paral. Inatajable. Mortal. Asesino ese disparo. Y lo tenía calibrado. Todos los días hacia lo mismo. Y taque, y taque, y taque, y taque… Jugábamos la final contra la facultad de psicología. Los comunicadores teníamos arrinconados a Piaget, Freud, Vygotsky y compañía. Faltaban tres minutos para que se terminara el partido. Faul en el área. Disparo desde el punto blanco. El estadio Alfonso López a reventar. Me impulso… voy corriendo y en medio de la carrera un relámpago me hizo recordar las palabras del entrenador y decido cambiar; la pelota pegó en la base del palo contrario al que yo siempre elegía. La facultad de periodistas, enmudeció. Y en el tiempo suplementario, perdimos. Voy a contarles un secreto. Se asegura que el ser humano no debe confesar sus debilidades porque se hace demasiado vulnerable, sobre todo en un planeta donde hay que demostrar fortaleza, pero me siento tan comprometido con mis lectores, que ahora y con humildad les anuncio: “Perdónenme” …
GARANTÍAS PARA CONTINUAR EL JUEGO
Fuimos a jugar un cotejo amistoso y lo que se propone en estos encuentros es evitar la pierna fuerte: no al insulto, ni a la alevosía, nunca despreciar al rival, y en lo posible, que se brinde un buen espectáculo. Siempre elegimos a nuestros jugadores con la lupa de la corrección, que fueran legales, nada de engaños, ni de truculencias y muchas veces rechazamos futbolistas no importando su exquisitez para el juego; mejor dicho: el jugador problema jamás podía ser parte de mi equipo. El partido empezó normal con incidencias de peligro para los dos bandos, todo presagiaba una recocha decente. Nuestra hinchada en su gran mayoría conformada por familiares de los futbolistas pregonaba el tradicional: «Alabio, alabao, alambin bombao»… una bola en profundidad para mi atacante, sobrino excelso de buenas condiciones para el fútbol, sólo que ingresando al área enemiga un defensa matón lo atendió con una brutal patada voladora: el pobre hombre voló por los aires y casi desmayándose lanzó un quejido lastimero que cambió la historia del cotejo: como veinte madres, cuñadas, sobrinas, amigas, novias y demás se le fueron encima al forajido y entre todas casi lo matan. El árbitro, asustado, del atortole acabó el partido y fue tal la conmoción en el seno de mi equipo que a estas alturas creo yo que es muy díficil programar encuentros de esta naturaleza; y si lo hacemos, sea cual fuere el resultado, exigiremos la presencia de la fuerza pública.
ABSOLUTA CAPACIDAD DE ENTREGA
Mujeres, que de alguna manera siguen dejando huella y en el deporte se cuentan por cantidades; encontramos muchas, pero las futbolistas son quienes más me han impresionado; alguna vez me ofrecieron dirigir un equipo de mujeres. Venían de perder cinco partidos en serie. Marcadores abultados. Al dirigir mi primer cotejo observé comportamientos que me produjeron tristeza; mientras las rivales llegaban en el bus de sus colegios: maletines, sudaderas, banderines y uniformes impecables, las mías llegaban a pie, sin balones, desorientadas, y después de todo, con su estima por el piso, después de ser vapuleadas sin misericordia; y yo intentando que fueran campeonas. Empresas que no tienen futuro. Pero, insistí. Hablé con la directora del colegio y su mensaje fue tajante: «Gracias por su ayuda y emprendimiento, en lo que podamos apoyar con mucho gusto, pero dinero no tenemos». He ahí el problema. Se hizo lo que se pudo. Le metí el alma, el corazón y el sombrero y logré que, de cinco partidos, sólo se perdieran dos por la mínima diferencia; empatamos dos y ganamos uno. (Créanme, por favor). Las chicas, incluida mi hija, obedientes. Llenas de entusiasmo, afables, jamás las vi tirarse al piso por engaño; haciendo la simple: corriendo, marcaban, metían pierna fuerte. Todas unas campeonas. No ganamos el torneo, pero aprendí a respetar a las mujeres futbolistas. Su coraje lo llevo bien dentro de mí. Cómo una mujer jugando fútbol, no he visto a nadie. Mis respetos. No obtuve dinero al dirigir el equipo, pero al finalizar el curso del año, en un bingo hecho por el colegio de mis amores, mis números salieron favorecidos: gané una bicicleta de marca que todavía hoy sigo disfrutando.
UN DEMOLEDOR ARQUERO
Los entrenadores de cualquier club deportivo tienen como obsesión elegir al mejor arquero, y de ahí que los grandes equipos cuentan con formidables cancerberos; pero, y para los directores técnicos: ¿cuál es su mayor desafío, aparte de ganar torneos? Que específico los guardapiolas motiven y ayuden con su seguridad a los demás futbolistas del plantel, porque y como lo dijera el legendario Gabriel Ochoa Uribe, uno de los más acuciosos entrenadores de nuestro país: «Sólo así se puede dormir tranquilo». ¿Y qué cuáles son las virtudes del mejor guardameta? Que ataje bien debajo de los tres palos. De saque preciso, rápido y letal. Qué se anticipe a los movimientos del rival; que ordene a su defensa y vaya bien arriba; que sepa rechazar con los puños, que haga la pausa cuando sea necesaria y que achique en el momento justo; que aguante con serenidad en el uno a uno, y que despeje cuando salga del área chica, mínimo con lo que tenga y pueda; preferible que le pegue bien a los tiros libres; que no se amilane ante la derrota y lo fundamental: que sepa jugar con los pies. Las anteriores son las mínimas habilidades de un guardavallas, y con las enseñanzas de Higuita, Gatti, Chilavert, Buffon, Fillol y otros virtuosos guardianes de la cabaña elegí a un felino arquero para mi aficionado equipo. Final de liga en el torneo infantil de la Fedenorte. A los tres minutos de iniciado el partido una pelota dividida y el custodio de mi arco sale fuera del área a rechazar y en el momento justo del contacto, mi cerrojo levantó, ya no la pelota, sino al atacante rival, y preciso en un domingo soleado, el cuatro de diciembre del año 1998, a las tres, diez minutos con cincuenta siete segundos, el árbitro le sacó la roja a mi Araña Negra. Expulsado el niño, que se fue del terreno de juego, por supuesto que contento, y yo, y todos mis asistentes casi nos morimos de risa pura… (&*%#) … La fanaticada guardó silencio. Y aunque mis diez hombres se batieron como leones, cualquier argumento queda como gris historia…
JUGADOR NÚMERO DOCE
Se habían jugado catorce fechas y nuestra preocupación era vencer o morir. Un triunfo y se clasificaba entre los ocho para disputar el torneo. La derrota significaba un descalabro mayúsculo porque nos eliminaban. Y quedar fuera del octogonal podría ser la cancelación de mi contrato y hasta la desaparición del equipo. Reuní a todos los jugadores antes del cotejo y les solicité su ayuda… Cómo era posible que estuviéramos al borde del colapso y con tan buenos jugadores. Qué pensaran en sus familias, en el amor por la causa, en la gloria: que debíamos seguir batallando porque como favoritos, mínimo salir campeones. -Si nos toca morir, lo vamos hacer siempre con las botas puestas. (Casi me da un infarto al pronunciar esta frase): entonces el capitán arengó a sus jugadores y salimos al terreno de juego con la obsesión de golear; peligrosos todos, con el único deseo de salir victoriosos y así enderezar la ruta. Catorce minutos de juego y teníamos contra la pared al adversario, y aunque ellos resistían, mis jugadores se multiplicaban; desde la raya dirigía como nunca, y mis jugadores orgullosos disfrutaban del juego, sólo que en determinado momento el árbitro paró el cotejo: el hombre de negro empezó a contar y en la cancha aparecían doce jugadores de los míos…
SARCASMOS DE SÓLO VETERANOS
Jugadores de naturaleza difusa se encuentran en los diversos potreros y aunque nuestro juicio reconoce la singularidad de cada futbolista, enormes diferencias hallamos entre la juventud, el adulto y el veterano de mil batallas. El joven es veloz y todavía sus huesos son de caucho. El adulto es porfiado y necio, mientras que el veterano es perezoso, pues siempre quiere ganar a «puro ojo», y preferente que la pelota le quede cerquita, pues con eso termina parado sólo dando órdenes. La conclusión de este breve análisis se obtiene luego de escudriñar momentos únicos, tanto en la práctica deportiva como en la dirección técnica. Porque la anécdota álgida, socarrona y sarcástica la encontré un día cualquiera al toparme con un futbolista de aquellos que alguna vez dirigí. El hombre, de barriga prominente, baja estatura, ojos azules, rubio, contratista de obras civiles, por no decir que albañil, y bien entrado en años, me endilgó una frase que todavía me tiene entre tonto y bobo. Al verlo, luego de varios meses de haber sido despedido este pecho como director técnico del Club Manchester, y a sabiendas que todavía “el atleta”, pertenecía al equipo, me pareció fácil decirle que – ¿si necesitaban técnico? -, a lo cual el ruso me respondió sonriendo que podía ser de nuevo entrenador, pero –y lo tenía claro- que no me iban a pagar; que mejor yo debía pagar por verlos jugar….
JUGADOR QUE DECIDE VIAJAR EN CONTRAVÍA
Todos los seres humanos desde que nacemos tenemos sueños y en sus inicios dependemos de nuestros padres, pues son ellos quienes orientan y sirven de motivadores para posteriores realizaciones. Unos nacen y con el tiempo se convierten en artistas y otros deciden ser atletas. De cualquier manera, la realidad se encarga de moldear e individualiza a cada persona, y ante las circunstancias, entre más adversas, quien lo creyera, el personaje tiene más chance de salir avante porque el sufrimiento promueve ambiciones mayores. Ese fue el caso de uno de nuestros mejores futbolistas, sólo que su camino, él lo transitó, al final, en contravía. No conoció a su padre y su madre se encargó de venderle la idea de ser un notable delantero. Y a fuerza de trabajo logró imponerse. Metió cantidades de goles en nuestro equipo, pero un día cualquiera se perdió. Nadie dio razón de su paradero. Y Vicky, su madre, tampoco apareció. Pasaron varios años y una fría noche sonó el teléfono de mi casa. Sorpresa. Era Juan; luego del saludo efusivo me comentó que al otro día se iba probar con Santafé. Le deseé la mejor de las suertes, no sin antes decirle que me informara. Que se comunicará más frecuente. Que contara conmigo, y que siempre adelante. En determinado momento se puso a llorar. Qué su mamá vivía con otro hombre y que no se la llevaba bien con su padrastro. Que me recordaba con cariño por todas las enseñanzas que le había prodigado. Y que si triunfaba como profesional yo tendría parte de su éxito… Jamás volvió aparecer. Lo último que supe de sus andanzas me las contó un futbolista, compañero de aquellas épocas; que se había convertido en drogadicto, un indigente… ese día lloré como nunca. Y jamás me atreví a visitarlo. No fui capaz…
DIRECTOR TÉCNICO QUE SE DEJE IMPONER JUGADORES, PIERDE
Caminos inciertos a diario recorremos, pues no sabemos qué va a pasar en la alborada siguiente; sin embargo, se guarda la esperanza de mejores días, y tal vez por eso seguimos en la batalla de amar el fútbol; y para demostrarlo, quise ser director técnico, en una carrera donde los resultados deben hablar por sí solos; con base en esas apreciaciones fuimos contratados para dirigir un equipo de solo veteranos, mayores de cuarenta años. Pagaban por partido dirigido, me transportaban a la cancha, y en mi casa me dejaban, luego de terminarse el cotejo. Quién me pagaba no era el dueño del equipo, sino un jugador más de la plantilla, y podría pensarse, que mi compromiso con el mecenas radicaba en ponerlo a jugar. Pero no fue así. El problema comenzó y terminó con “el dueño” del club, pues el personaje en mención no ponía la plata, pero si llevaba años dedicándole tiempo al equipo, como quiera que asistía a las reuniones quincenales donde la liga trataba sus diversos temas; era el delegado, informaba horarios y canchas donde se jugaba cada fin de semana, y también tenía una relación estrecha con los directivos de la entidad deportiva. En síntesis: ese “presidente” quitaba y ponía jugadores, después de todo había sido el fundador del club. Cuando llegué hubo resistencia al hacer la alineación, porque a regañadientes el “presidente” aceptaba mis indicaciones. Los tres primeros partidos nos fue bien porque ganamos en circunstancias harto difíciles; había demasiados problemas de relación entre los mismos compañeros. Existían roscas. Intenté dialogar con toda la plantilla queriendo escuchar sus variadas circunstancias y al unísono se tildaba al mecenas, o sea a quien me pagaba, de ser demasiado gritón dentro de la cancha. Corregí, siendo diplomático, y para el cuarto partido, dos de sus líderes -uno de ellos mi mecenas-, se abrazaron al culminar el cotejo. (Días antes se habían trenzado a puño limpio). Se destacó, luego del empate, que mientras hubiese respeto, lo demás se podía concertar. (Pero no lograba hacerme al liderazgo, porque mientras yo tomaba una decisión en beneficio del equipo, nuestro “presidente” imponía otra fórmula de acuerdo con su raquítica visión de juego). Y ningún jugador, ni nadie, hablaba en propiedad de seguir mis indicaciones, por temor a “la máxima autoridad”. Y también porque ninguno ayudaba con mi pago. Resumiendo: es bastante complicado mantener óptimas relaciones con las directivas de un plantel. Pero, director técnico que se deja imponer alineaciones y jugadores, es mejor que se vaya del equipo. Así lo hice. Y en verdad aprendí una lección…
AL HOMBRE SE LE MATA Y NO SE LE HUMILLA
No sé si existe la palabra fiereza, pero creo que es el vocablo que mejor define un comportamiento, y especifico, de un equipo de fútbol en el terreno de juego. En la actualidad algunos le podrán llamar intensidad y otros hasta le dicen jerarquía, sólo que, para efectos de estas líneas, creo mejor llamarlo fiereza. Y tiene lugar en el momento, según el cual, y porque las puertas del arco contrario están cerradas; es cuando mis once jugadores pugnan por abrirlas a como dé lugar, es decir utilizando todos los *procedimientos quirúrgicos» que permita abrirlas. Y porque ganar significa meter goles (estoy descubriendo el agua tibia), no hay alternativa; someter al rival es el objetivo. Con pases a la olla, o generando peligro por las puntas, o defendiéndose con la pelota, o propiciando el toque toque, e hilvanando pases arteros y certeros para que los atacantes queden solos frente al arquero, y definan… todo lo anterior sirve y es válido pero se debe afirmar que si la música sale del alma cualquier piano puede servir; de ahí hacia delante es el director técnico el responsable de la orquesta; en otras palabras: si se cultiva la fiereza en un equipo de fútbol, nada ni nadie podrá vulnerar la valla de nuestro equipo. Y si lo hace cualquier rival deberá saber: «Que al hombre se le mata y no se le humilla»…
Veinte breves crónicas. Autor: Elías Prieto Rojas. Martes 20 de septiembre, 2022.