Se han construido socavones clandestinos en algunas casas para llegar a la mina de la empresa Zijin y extraer el mineral de manera irregular. El Clan del Golfo está presente.
News Press Service
El Colombiano
Los túneles son tan largos y tan angostos, que apenas pueden moverse los hombros para arrastrar el resto del cuerpo y tirar de un maletín en el que caben unos pocos corotos de los mineros que se internan por 40 días, con sus noches, en esos socavones oscuros en los que huele a excremento humano.
Estos huecos, cavados por topos humanos “con las uñas”, como dicen en el pueblo los mineros ancestrales, nacen en las montañas de Buriticá en viviendas que desafían toda lógica de construcción y se aferraron a las laderas de este municipio cafetero, donde la fiebre desatada por el oro los llevó a cambiar el azadón por el pico para arañarle a las entrañas de la tierra el metal que les da el sustento día a día.
Los túneles son excavados debajo de una mesa, la cocina o el comedor, y recorren medio pueblo hasta conectarse con los socavones principales de la mina Zijin Continental, la empresa que desde 2016 explota parte de una montaña atestada de oro y en la que bajo sus terrenos profundos, donde la falta de oxígeno ahoga y la luz es solo un punto titilante de las linternas, se libra una guerra por el control de la producción de oro.
Como un mito que se cuenta despacio y en voz baja, en las calles empinadas de Buriticá corre de boca en boca que hasta de bajo de los retretes se han hecho estos conductos por los que bajan los mineros en arrastre bajo, como se arrastra un soldado en una trinchera.
“Usted entra a trabajar allá y se queda un buen tiempo si quiere sacar una buena producción y llevarse una buena platica. Pero tiene que tener permiso para entrar y salir, de lo contrario no puede trabajar”, le relató un minero a EL#COLOMBIANO.
Estos túneles clandestinos de las casas de Buriticá, reconocidas fácilmente porque sus dueños las rodearon con una lona verde de las usadas en construcción, y les pusieron letreros de propiedad privada como una forma de blindarlas contra el accionar de las autoridades, desembocan en los tres socavones principales construidos por Zijin:#el Rampa Sur, con una extensión de 1.700 metros; el Yaraguá, que se extiende bajo la montaña por 1.500 metros; y el Higabra, cuyo brazo oscuro y gris se alarga por 1.160 metros.
El tiempo dentro de la mina se extiende tanto que la noción se pierde. El paso de los días para los mineros de Buriticá se cuentan por las rayas marcadas con navajas en los mangos de los picos y las palas, y en las fechas de los relojes que ni el agua ni el óxido ni el pantano arruinan mientras se está bajo tierra. La estancia mínima es de 10 días, pero si el cuerpo lo resiste, 40 días es lo máximo para que un minero pueda sacarse el equivalente a $6 millones en oro; aunque otros han llegado a sacarse entre 10 y $14 millones.
Cuando les dan la orden o el permiso para abandonar los socavones, salen blancos, casi transparentes, con las venas azules visibles y marcadas por la falta de sol.
Algunos salen enfermos, porque en estos pasadizos la salud es un bien escaso y muchos terminan con enfermedades respiratorias; otros sufren intoxicaciones tras la larga exposición a los gases de los químicos usados para la extracción del metal, algunos más son afectados por la insalubridad con las que les preparan los alimentos en medio del lodo y el agua, y muchos terminan afectados por los deshechos de su propio excremento que recogen en bolsas como si fueran perros, y terminan apilados a un lado de las minas donde trabajan.
Una gran mayoría llevan en brazos y espalda lo “turupes” o chichones que como granos sobresalen sobre la ropa, y dicen, les dejan las piedras que traen los ríos de lodo tirado por la Zijin a los túneles donde trabajan con el único fin de ahogarlos o sacarlos como ratas de una ratonera.
—¿Que si se ha muerto gente? Claro que sí, lo que pasa es que los muertos de allá abajo nadie los recoge o se pierden fácilmente, le comentó el minero a este diario.
Y es que la muerte, al igual que los mineros, se esconde en los socavones con su hoz en la mano derecha y su túnica negra a la espera de que un minero moribundo exhale su último suspiro. Cuando esto sucede, ella entra con su mano fría y se lleva el alma, porque del cuerpo no vuelve a saberse jamás, salvo cuando son encontrados días después en los ríos de Ituango o el Bajo Cauca antioqueño, hinchados y blancos con la piel a punto de estallarse tras varios días expuestos al sol y a navegar sin rumbo por esas aguas.
Pero hay otros muertos que nadie reclama o que simplemente se pierden entre las minas con la complicidad de las sombras. Son los que pierden la vida en los túneles a causa de accidentes o explosiones y son arrojados a los socavones. Así lo confirma el coronel Andrés Ossa Muñoz, comandante del Batallón Pedro Justo Berrío, encargado de la seguridad de Buriticá y de municipios aledaños, como Giraldo, Santa Fe de Antioquia, Sopetrán, San Jerónimo y otros del Occidente antioqueño.
“Muchos de esos cuerpos son tirados en los socavones y nunca más se sabe de ellos. Ni siquiera los funcionarios de la Zijin pueden recuperarlos y nadie los reclama porque no se sabe quiénes son”.
Una guerra bajo tierra
El coronel Andrés Ossa Muñoz llegó hace ocho meses. Habla a sus soldados con firmeza, pero con respeto y con la parsimonia del hombre sabio y sin las ínfulas de muchos de los altos mandos militares de este país.
Las insignias de su uniforme militar, pulcramente llevado con botas lustradas que parecen un espejo, lo señalan como paracaidista, lancero, comando e integrante de las Fuerzas Especiales. Entre los muchos de sus recuerdos habla de aquella vez que estuvo internado por 40 días en la espesa manigua del Guaviare para brindar
seguridad a una de las operaciones de rescate de secuestrados más minuciosas ejecutadas en la historia de Colombia:#la Operación Jaque.
Cuenta el coronel Ossa que durante ese tiempo se alimentaba solo de las raciones militares y que cuando salió de esa misión su cuerpo tuvo que acostumbrarse otra vez a la comida normal y a tomar el sol que no le llegaba en la espesa selva del Guaviare.
Pero ahora su misión es otra. Debe cuidar la mina de los ataques y explotación ilícita del Clan del Golfo, comandado en la zona por Wilmar Albeiro Mejía Úsuga, alias “Richard”, comandante de la estructura Edwin Román Velásquez Valle, quien, en palabras del coronel Ossa, es el que libra la guerra que se vive bajo las montañas de Buriticá e instrumentaliza a campesinos mineros para que le extraigan oro que le representa ganancias mensuales entre 1.500 y 1.600 millones de pesos para él y su estructura de 250 hombres en armas
“Nuestra misión constitucional es, primero, brindar la seguridad a la población civil, a los habitantes de Buriticá y los municipios aledaños. Pero también apoyamos en brindar seguridad a los trabajos de la mina Zijin”, enfatiza Ossa.
Aunque el coronel y los soldados bajo su mando le han asestado golpes al Clan del Golfo en la zona, le han cerrado el paso a los insumos para la minería que se mueve clandestinamente por los caminos inventados en las montañas de Buriticá, los ha asfixiado con operaciones militares, la guerra que se vive por el oro bajo las montañas escapa de su control.
Cuenta el alto mando militar que el Clan del Golfo es el amo y señor de los socavones construidos desde las casas hacia los túneles principales, y que por estos mismos socavones entran la comida, las cocineras que además de preparar alimentos satisfacen los deseos sexuales de los mineros atrincherados por días, las armas usadas en el control bajo tierra y los insumos que sus hombres no logran detectar y terminan en un viaje directo al centro de las minas.
La información obtenida por el coronel Ossa es que el Clan del Golfo lleva registros con números de cédula de quienes entran y salen, la cantidad de oro que extraen para cobrar un impuesto, los permisos y hasta los castigos a los que infrinjan normas.
El control ha llegado a tal punto, que los mineros que han entrado por los socavones desde las casas ya dominan parte del túnel Rampa Sur, tienen la sartén por el mango en Yaraguá y hay confrontaciones por el control de Higabra. Para llegar a tener todo bajo control, el Clan del Golfo usa métodos que han causado terror hasta en los mismos mineros que, según el coronel Ossa, tienen instrumentalizados.
Uno de esos actos delictivos ocurrió el pasado 17 de mayo, cuando integrantes del Clan del Golfo alzaron una barricada en el nivel 1.700 del túnel Higabra y le pusieron un cilindro cargado con explosivos para cerrar el paso a los funcionarios y a las autoridades que intentaran retomar el control. Cuando funcionarios de la multinacional Zijin llegaron acompañados de la Policía e intentaron despejar el túnel, la carga fue detonada causándole heridas a cuatro agentes y segando la vida de un vigilante y un técnico de cierre de minas, empleados de Zijin.
Trabajadores de la multinacional también le contaron a este diario que a veces, cuando realizan sus labores, sea de patrullaje o de extracción de las minas, les hacen disparos o les salen hombres armados a intimidarlos. Esta es una de las razones por las cuales para entrar a los socavones, tras un permiso de la multinacional, se debe llevar chaleco y casco antibalas.
La situación bajo las minas se ha tornado tan grave, que hasta el mismo gobernador Aníbal Gaviria se reunió la semana pasada con los directivos de Zijin para analizar “la preocupante situación de seguridad”, y al término de la reunión lanzó un SOS: “Es urgente una intervención integral y un compromiso fuerte del Gobierno. Rechazo absoluto a los violentos”.
Los mineros de la montaña
A tres kilómetros de los socavones de Zijin, en una montaña escarpada y rodeada de pinos y árboles, Lina Macías se agacha junto a la boca de la mina para recoger la tierra que dejan las excavaciones de un túnel artesanal, con la esperanza de ver brillar entre el barro algún vestigio del oro que le dará para comer.
Tiene cuatro meses de embarazo. Su piel es morena “como los cueros de su tambor” en alusión a aquella canción colombiana, y su sonrisa es amarga, pero amplia. Lina cuenta que a diario camina dos horas por entre los peñascos para llegar a este socavón artesanal y, con costal en mano, espera que le repartan parte de la tierra que ella lavará para extraer el oro.
En la boca de esta mina que no está conectada a los socavones de Zijin, una imagen de la Virgen del Carmen y otra de San Antonio tiznadas por el hollín y alumbradas con una veladora, son los guardianes de ese túnel. Antes de entrar cada minero se santigua, y al salir, como en un acto de agradecimiento, las tocan y se echan la bendición.
Allí, en la puerta de la mina, otras mujeres y niños como Lina se agolpan a esperar la tierra que les corresponde. Como si se tratara de un ritual, esperan cada palada de tierra después de una ronda en la que todos ven ir y volver la pala del hombre que les reparte el lodo en partes iguales. Les llaman chatarreros, y en la escala minera son los que menos dinero ganan.
“Semanal me gano $156 mil. De ahí tengo que sacar para comer, pagar las mulas que me suben la tierra y el arriendo”, cuenta Lina con un tremendo sinsabor.
Al lado de Lina, otro minero se queja de los atropellos de la Policía. Mientras alimenta a sus dos perros con arroz que le sobró del almuerzo, dice que no entiende por qué el atropello. “Ayer vino la Policía y nos quemó unas maquinitas para extraer el oro y nos dañaron los búfalos (máquinas para llevar oxígeno a la mina). No somos delincuentes, somos mineros ancestrales que tratamos de ganarnos la vida con lo poco que sacamos”, dice el minero de piel ajada y manos curtidas por el pico y la pala.
En las estrechas calles de Buriticá no cabe una moto más. Están parqueadas a lado y lado de las empinadas vías y estorban tanto que los buses deben pasar despacio tratando de no dañarlas. Son de alto cilindraje conseguidas por jóvenes. Algunas pueden costar hasta $18 millones que “los muchachos” consiguen con una o dos entradas a los túneles clandestinos.
Aunque Buriticá es un municipio catalogado por sus mismos habitantes como el pueblo de las dos f (feo y faldudo), los lujos ya hacen parte de la ropa de los mineros jóvenes. Con la plata se compran los tenis más caros, la camiseta más llamativa, el jean más roto. Por eso, ya se ven los almacenes en los que un par de zapatos cuestan $1’500.000 y hay cliente quien los compre.
Estos nuevos mineros, los jóvenes, los extravagantes, los que hacen rugir sus motos en las lomas, dividieron el pueblo en dos:#al lado izquierdo de la iglesia se hacen con sus cadenas llamativas;#y unas cuadras más abajo, las casas donde estos mineros jóvenes desfogan los deseos sexuales reprimidos por 40 días en los socavones y que son saciados por mujeres locales y foráneas.
Al otro lado, frente a la iglesia están los mineros de siempre, los de botas de caucho y camisas de botones raídas por el paso del tiempo. Se emborrachan, juegan billar y toman aguardiente. Aun así, ninguno de los grupos de mineros se mira con recelo. Ambos saben que comparten la misma lucha por el oro. Ambos entran a las entrañas de la tierra por el metal precioso que se esconde bajo las montañas de Buriticá.
Zijin llegó en 2016
Datos del ministerio de Minas y Energía registran que bajo las montañas de Buriticá se esconde una de las vetas de minerales más grande de Colombia (la segunda en el orden nacional). Esta situación cambió desde hace varias décadas la vocación del pueblo que pasó de la agricultura a la minería, que inicialmente fue artesanal.
La empresa multinacional china Zijin explota desde 2016 las minas de Buriticá, pero entró en funcionamiento oficial desde 2020, en un evento que fue acompañado por el entonces presidente, Iván Duque. Según datos de la empresa minera, pueden sacar “2.500 toneladas de material por día y producir hasta 240.000 onzas de oro por año”.