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‘Emilio’, del polímata suizo, explica lo necesario que es ‘conectarnos’ con nuestra naturaleza.
Por: Mazarine Pingeot (*) – The Conversation (**)
En 1762, Jean-Jacques Rousseau publicó Emilio, o de la educación, un tratado sobre “el arte de formar a los hombres”, que iba a tener un innegable éxito popular. Sin embargo, sus propuestas pedagógicas, ajustadas a su concepción del hombre a través de sus diferentes edades, no son ni mucho menos fáciles de adoptar.
En lugar de dirigirse al niño como al hombre que llegará a ser, en lugar de formarlo para una profesión o un cargo, en lugar de imponerle conocimientos desde arriba que lo conviertan en un ‘mono erudito’ incluso antes de que haya desarrollado su mente, lo sitúa en el lugar de la infancia, atento a su desarrollo y al tiempo de la vida.
Descartes se lamentaba de que se fuera niño antes de ser hombre; Rousseau toma nota de ello y presta toda su atención a los que aún no han hecho uso de su razón. Para ello, aboga en primer lugar por una educación negativa. Esto consiste en que el gobernador se haga a un lado en lugar de impartir conocimientos positivos. Debe intervenir lo menos posible, si no es para colocar al niño en un entorno ‘natural’ a su medida, para que sean las cosas las que le instruyan, no la sociedad.
La no acción del gobernante o su acción indirecta, que el niño no percibe, le permite no enfrentarse directamente a la voluntad de otro, que siempre puede parecer arbitraria. Al inspeccionar este mundo reducido a su tamaño por los cuidados del gobernador, al experimentarlo desde el punto de vista de su propio cuerpo y al desarrollar su reflexividad en él, el niño aprende a conocerse a sí mismo, tanto como ser finito –la naturaleza es necesidad–, pero también como poder y voluntad.
El espacio es el marco de la educación que el gobernante debe llevar a cabo, permaneciendo vigilante para que este marco sea siempre adecuado –para que los deseos no superen las necesidades– como ocurre con cualquier niño caprichoso cuyas demandas se satisfacen inmediatamente. Esta es la clave del desarrollo de la autonomía. Sin embargo, esta autonomía se desarrolla de acuerdo con dos condiciones que son opuestas al mundo en el que viven los niños y los adolescentes hoy en día. La dependencia actual
La primera condición establecida por Rousseau es que el niño construya el instrumento como una extensión de su propio cuerpo, solo si es necesario, y de acuerdo con la experiencia que lo hace necesario: un instrumento por lo tanto nacido de una necesidad, y que el niño debe construir en relación con esta necesidad. Es el uso el que decide la técnica, y esta debe ser descubierta, ‘inventada’, por quien experimenta su utilidad, explica el filósofo: “Quiero que todas nuestras máquinas las hagamos nosotros mismos, y no quiero empezar fabricando el instrumento antes del experimento; pero quiero que después de haber vislumbrado el experimento como por casualidad inventemos poco a poco el instrumento que debe verificarlo”.
La distancia entre los instrumentos actuales y la capacidad individual para fabricarlos es abismal
Podemos lamentar la falta de autonomía que tenemos hoy en día, o incluso nuestra total dependencia de las máquinas, en dos niveles: dependencia porque los algoritmos nos hacen adictos como los aditivos químicos de los cigarrillos nos hicieron adictos al tabaco; dependencia porque ya no sabemos construir los instrumentos sin los cuales estaríamos perdidos para orientarnos en la vida social, y probablemente incluso en la naturaleza.
Por supuesto, sería ilusorio querer volver a la herramienta tal y como existía fuera del marco de la división del trabajo y del progreso de las nanotecnologías. Sin embargo, es innegable que la distancia entre los instrumentos actuales y la capacidad individual para fabricarlos es abismal, y esto solo plantea un problema en la medida en que el instrumento suple progresivamente precisamente nuestras capacidades individuales.
Es decir, nuestra relación con el espacio, con nuestro poder físico, que Rousseau –de acuerdo con los empiristas– cree que está en el origen de la formación de la razón, y más generalmente con nuestra relación con el mundo
El GPS, las calculadoras, las redes sociales, las aplicaciones meteorológicas, etcétera, están disponibles en un único instrumento que nos identifica a medida que lo utilizamos. El instrumento se convierte así en una mediación necesaria para las tareas más elementales de la vida, sustituyendo al propio cuerpo, el mismo que el gobernador de Emilio tiene la misión de desarrollar en su alumno. Sentencias permanentes
Sin embargo, como nos recuerda Johanna Lenne-Cornuez, que publicó hace un tiempo Être à sa place, la formation du sujet dans la philosophie morale de Rousseau (Estar en su sitio, la formación del sujeto en la filosofía moral de Rousseau), el “peligro de la mediación es que no ofrece ninguna garantía de que no sea una pantalla que se interpone entre el niño y el mundo y produce una ilusión de conocimiento”. Por esta razón, el niño debe construir su propio instrumento, la única manera de mantener el instrumento en su papel de simple mediación.
Como sabemos, hoy en día las mediaciones tienden a desvanecerse, a olvidarse. Esta es la paradoja de la herramienta, y aún más de la herramienta conectada: da el mundo quitándolo. Se desvanece en favor del contenido, pero, al hacerlo, produce la ilusión de una experiencia.
El metaverso será la generalización de esta paradoja, consagrando la desaparición del cuerpo propio.
El peligro de la mediación es que no ofrece ninguna garantía de que no sea una pantalla que se interpone entre el niño y el mundo y produce una ilusión de conocimiento.
Para Rousseau, el hecho de que el niño construya su instrumento contribuye a que sea autónomo: no solo porque es ágil, sino sobre todo porque sabe que es un instrumento, que solo aumenta la potencia del propio cuerpo sin sustituirlo. Así, gracias a la vigilancia del gobernador, “se convierte en un filósofo y cree que solo es un trabajador”.
Este aprendizaje de la autonomía, del que Emilio es el manual, es un desafío, ya que se supone que la autonomía no se enseña, a menos que se pase por una fase de heteronomía y obediencia. Una fase que Rousseau pretende superar reintegrando al niño en su edad (tiempo) y en el orden natural (espacio), sin precipitar las cosas, atento a la génesis de sus facultades en proporción al crecimiento de su voluntad, y apartándolo de los efectos nocivos de la sociedad.
Y eso es precisamente la autonomía: depender de las cosas, no de la mirada de los demás. Esta es la segunda lección rousseauniana que hay que ponderar en un momento en que las redes sociales se construyen estructuralmente sobre la aprobación o la crítica, el juicio permanente; es decir, la mirada del otro, que por otra parte se reduce a su ‘mirada’.Una ‘idea reguladora’
Si el conocimiento del niño es relativo en la medida en que depende del uso de su propio cuerpo, del despliegue de sus fuerzas, del descubrimiento del placer, y si todo ello se relaciona con lo que Rousseau teoriza bajo la expresión de ‘amor a sí mismo’, que debe oponerse al ‘amor propio’, si por lo tanto es relativo para él en la medida en que ocupa el centro de su mundo antes de poder objetivarlo absteniéndose de él, es por otra parte absoluta en la medida en que no depende de los demás.
Incluso el gobernador se aparta en favor de la pedagogía negativa que pone en marcha, para dejar que el niño descubra por sí mismo sus límites y capacidades.
Así, “la autonomía del niño depende de un espacio escenificado por el gobernador”, como dice Johanna Lenne-Cornuez. Mediante esta estratagema, el niño aprende de las cosas y no de los demás. El reto es que se convierta en un hombre, consciente de su lugar, no en la sociedad, sino en el mundo.
La tercera consecuencia de la pedagogía de Rousseau, que Johanna Lenne-Cornuez desarrolla en el libro citado anteriormente, es que pretende mostrar lo que significa estar en el lugar de uno en una época en la que las castas del Antiguo Régimen ya no ordenan el mundo social, y en la que el ‘lugar’ ya no debe determinar la identidad del individuo.
Sin embargo, estar en el lugar de uno sigue teniendo sentido, siempre que no sea asignado o definitivo. Olvidar que es principalmente la naturaleza la que enseña al niño, a través de sus propios experimentos, su uso y el autoconocimiento que le sigue, lo que significa estar en su lugar, es devolver este poder a la sociedad.
Ahora bien, hoy en día, una vuelta al orden natural, en la medida en que nos recuerda nuestros límites, haría bien en contrarrestar la asignación de lugares por parte de una sociedad cuya estructura en red parece haberse convertido en el modelo. Y sabemos que una red distribuye una y otra vez lugares intercambiables, que unos y otros ocupan buscando a toda costa mantenerse en ellos, renunciando a la idea misma de autonomía. Esa revolución de la Ilustración.
Si la educación de Rousseau parece imposible de realizar, su recordatorio puede, sin embargo, servir de ‘idea reguladora’ para advertir y desarrollar un pensamiento crítico sobre las condiciones en las que evolucionan los niños.
MAZARINE PINGEOT (*) THE CONVERSATION (**)
(*) Profesora asociada de Filosofía, Instituto de Estudios Políticos de Burdeos, Francia (Sciences Po Bordeaux).(**)
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