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LIMA – No debería sorprender que la presidenta interina Dina Boluarte decretase tres días de luto por la muerte de Alberto Fujimori, el único gobernante de Perú que recibió una condena de 25 años de prisión por haber autorizado a un comando militar cometer ejecuciones extrajudiciales, entre otros delitos de lesa humanidad.
La decisión de Boluarte se entiende porque se ve en el espejo de Fujimori en esos delitos de lesa humanidad: la jefa de Estado afronta una investigación fiscal por el asesinato a balazos de 49 manifestantes durante las protestas populares contra su régimen y podría recibir una sentencia similar a la de Fujimori.
La determinación de Boluarte de rendirle tributo de Estado al exdictador, que falleció a los 86 años el miércoles 11, cuando se encontraba enjuiciado nuevamente por el cruel homicidio de seis personas a manos del mismo comando mencionado, encaja a la perfección con el desprecio que Fujimori siempre demostró por las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante su gobierno (1990-2000), a las que nunca les pidió disculpas.
Es el mismo guion autoritario fujimorista que repite Boluarte: tampoco ha pedido perdón a los familiares de los 49 asesinados por las fuerzas del orden. Por el contrario, defendió el uso de la fuerza. Como Fujimori, Boluarte cree que el fin justifica los medios.
Para ganar el respaldo de los fujimoristas, en abierto desacato a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Boluarte indultó a Alberto Fujimori en diciembre de 2023 cuando no le correspondía por las condenas recibidas, a las que se suman también delitos de corrupción.
Fujimori no solo salió libre antes de cumplir la condena de 25 años de cárcel sino que aprovechó para pedir la anulación del nuevo caso por violaciones de derechos humanos: la matanza de seis personas en la localidad de Pativilca, al norte de Lima.
Esa matanza la cometió el mismo comando militar que ejecutó los crímenes Barrios Altos y La Cantuta, por los que había sido juzgado y condenado Fujimori.
Excarcelar a asesinos, secuestradores y torturadores, es una práctica autoritaria fujimorista.
El 14 de junio de 1995, la mayoría fujimorista del legislativo Congreso aprobó una “ley de amnistía”, que Fujimori inmediatamente promulgó, para beneficiar entre otros a los agentes del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), que fueron parte del comando que cometió las matanzas de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992).
Y el 4 de julio de este año, el actual Congreso, aprobó una nueva ley de amnistía impulsada por Fuerza Popular, el partido fujimorista, que fue promulgada el 10 de agosto.
La nueva norma favorece a los militares asesinos del régimen de Fujimori (1990-2000) y busca archivar los juicios aún activos contra efectivos castrenses. Boluarte no observó la ley, porque como presidenta interina ha pasado a apoyarse en el fujimorismo para mantenerse en el poder, al que llegó tras la destitución y detención de Pedro Castillo, tras cumplir 16 meses de presidencia.
Por eso, tras la muerte de Fujimori, uno de los peores legados del fujimorismo es la impunidad.
En una de las pocas ocasiones en las que Alberto Fujimori mencionó las imputaciones por violaciones de los derechos humanos, se refirió a estas como falsas acusaciones de sus enemigos, pasando por alto que el sistema judicial, que le permitió ejercer su derecho a la defensa, fue el que lo denunció y sentenció.“No es cierto que Fujimori haya respondido a esa violencia (terrorista de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru) con otra igualmente condenable. (…) Fue el gobierno del Chino (Fujimori) el que terminó con las violaciones de los derechos humanos”, escribió en sus memorias La palabra del Chino: el intruso (2021).
Es una versión falsa, porque Fujimori implantó un modelo de “guerra sucia” autorizando que agentes del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), organicen el denominado Destacamento Colina para el asesinato selectivo de supuestos “terroristas”.
De hecho, en junio de este año, la Corte Suprema de Chile amplió por tercera ocasión las causales de la extradición del exdictador para que responda ante la justicia peruana, entre otros crímenes, por la ejecución de seis integrantes de una familia en Huacho, al norte de Lima. Los autores fueron los miembros del comando militar del SIE.
Chile extraditó a Perú a Fujimori en 2007 por delitos contra los derechos humanos, lo que permitió su detención y enjuiciamiento. En esa ampliación se incorporaron los delitos de esterilización forzada, contra mujeres pobres y en su mayoría indígenas, dentro de «una agresiva política de planificación familiar».
Al morir Fujimori, quedaron impunes otros dos asesinatos: los periodistas Melissa Alfaro (1991) y Pedro Yauri (1992). A la primera le enviaron un sobre-bomba, y al segundo lo secuestraron y desaparecieron. Los criminales también fueron los agentes del SIE, bajo el control de Fujimori.
Para el modelo autoritario fujimorista, los muertos no importan sino el objetivo supremo: la “pacificación nacional”, la “derrota del terrorismo”, puntales de la recuperación económica.
Las ejecuciones extrajudiciales son el “mal menor”. “¿Por qué si su gobierno reconstruyó el Perú desde los escombros, e hizo realidad una pacificación nacional con el menor costo social y humano posibles, devolviéndonos el futuro, está recluido Fujimori en un penal?”, se preguntaba Fujimori en sus memorias, publicadas cinco meses antes del frustrado golpe de Estado de Castillo, quien fuera reemplazado por su vicepresidenta.
En agradecimiento por el apoyo del fujimorismo a su impopular gestión, Boluarte indultó a Fujimori, cuando todavía le faltaban al menos 10 años para cumplir la condena.
El modelo autoritario fujimorista también consiente la corrupción. Así como otros fueron los violadores de los derechos humanos durante su gobierno, para Fujimori también fueron otros los que robaron millones de dólares de los fondos públicos.
Cuando quedó al descubierto que su asesor principal, Vladimiro Montesinos, encabezaba una organización criminal dentro su gobierno, Fujimori no lo envió a prisión sino que le dio un soborno de 15 millones de dólares para que se exiliase en Panamá y guardase silencio, mientras trataba de salvar un tercer mandato que había conseguido mediante un fraude electoral.
Pero el esquema duró poco y el propio Fujimori tuvo que escapar a Japón. Esta es otra característica del fujimorismo: burlar la ley. Un legado que su hija y heredera política, Keiko Fujimori, ha reproducido exitosamente.
En un intento por volver al poder, Fujimori buscó regresar a Perú en 2005, pero fue detenido en Chile, extraditado en 2007 y sometido a juicio de inmediato por violaciones de derechos humanos y corrupción.
En 2010, el exdictador fue condenado a 25 años de cárcel, y Keiko Fujimori sabía que la única forma de liberar a su padre era si llegaba a la presidencia, y lo dijo claramente cuando se postuló en 2011, 2016 y 2021. Fracasó en todos los intentos, pero consiguió consolidar a Fuerza Popular, para buscar el mismo propósito, sin importar el costo.
Con el estallido del escándalo de la constructora brasileña Odebrecht, en 2017 salió a la luz que la compañía había financiado la campaña presidencial de Keiko Fujimori. La investigación fiscal concluyó que no solo la compañía brasileña sino también empresarios, banqueros e industriales peruanos donaron clandestinamente 17 millones de dólares para los gastos electorales de 2011 y 2016.
Keiko Fujimori jamás declaró el dinero, por el contrario organizó un ejército de falsos aportantes que “lavaron” los fondos de origen sospechoso. Para destruir el caso de la fiscalía que pide 22 años de cárcel para ella, la hija de Fujimori usa a Fuerza Popular en el Congreso, donde tiene la mayor bancada.
Keiko Fujimori ha conseguido forjar alianzas con partidos políticos cuyos líderes, como ella misma, también enfrentan a la justicia acusaciones por organización criminal y lavado de activos.
Entre ellos, Vladimir Cerrón, de Perú Libre (el partido que postuló a Castillo), y José Luna, de Podemos Perú. Además, el actual alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, jefe del partido Renovación Popular, otro investigado por lavado de activos.
Otro aliado del fujimorismo es el millonario César Acuña, del partido Alianza para el Progreso, quien cuenta con antecedentes de colaboración con Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
Recientemente, Acuña ha reconocido que Estados Unidos no le permite el ingreso porque está sometido a un caso de lavado de activos. El Congreso se ha convertido en una sociedad funesta de intereses comunes cuya finalidad es destruir el sistema judicial anticorrupción y ha avanzado a grandes pasos.
El fujimorismo y sus aliados han aprobado leyes para afectar la colaboración eficaz, un mecanismo de mucho éxito durante el juzgamiento de actos de corrupción y crimen del fujimorismo.
También ha prohibido investigar a los partidos como organizaciones criminales y los allanamientos sorpresivos de viviendas de los implicados: ahora los abogados de los acusados deben estar presentes.
Y por si fuera poco, el Congreso le ha arrebatado a los fiscales la conducción de las investigaciones de los delitos y ha sido entregada a la policía, que no está preparada para dicho fin. Nada de esto habría ocurrido si no fuera por el fujimorismo que virtualmente controla el Congreso.
Como en su momento lo hizo su padre, Keiko Fujimori, por intermedio de su representación política, junto con el apoyo de sus aliados, eligió a varios miembros del Tribunal Constitucional.
Este tribunal colegiado ahora responde a los intereses del fujimorismo. Respaldó el indulto ilegal a favor de Alberto Fujimori y acaba de fallar a favor de Keiko Fujimori, eliminando el delito de obstrucción a la justicia que enfrentaba por el financiamiento ilícito de sus campañas presidenciales.
Pero esto no ha sido suficiente para Keiko Fujimori. Le ha pedido al Tribunal Constitucional que elimine todo el caso, que incluye crimen organizado y lavado de activos. Lo necesita ante la perspectiva de las elecciones de 2026.
El 15 de julio de este año, cuando era público que Alberto Fujimori se encontraba en grave estado de salud, Keiko Fujimori se presentó públicamente con su padre y anunció que este postularía a la presidencia, no obstante que las condenas por homicidio y secuestro lo inhabilitan. En realidad se trató de un simulacro.
Keiko Fujimori es la verdadera candidata del fujimorismo y es notorio que se prepara para intentarlo por cuarta vez.
Haber conseguido el tributo de héroe para su padre, pisoteando la memoria de las víctimas de sus crímenes, es una demostración del poder del fujimorismo y de Keiko Fujimori. Una victoria del autoritarismo corrupto y criminal.
“El funeral de Estado no es una simple ceremonia protocolar: es un ritual público de sanación colectiva y homenaje de la sociedad a quien ocupó la más alta investidura. Otorgárselo a quien huyó, renunció a este cargo y utilizó al Estado con fines personales es una ofensa al país. Mientras las víctimas y deudos de su régimen siguen buscando justicia, Alberto Fujimori disfrutó de impunidad por un indulto a todas luces irregular”, escribió el historiador José Ragas, el autor de la más reciente biografía del exdictador, Los años de Fujimori (1990-2000), publicada en 2022:
“Fue alguien que dividió al país y que nunca se arrepintió por los delitos cometidos”, sentenció.
El politólogo autor de El último dictador: vida y gobierno de Alberto Fujimori (2021) y de Los herederos de Fujimori (2022), sobre la continuación de las prácticas autoritarias de Keiko Fujimori y sus seguidores, recordó las prácticas autoritarias del fujimorismo que no disimulan el crimen y la corrupción.
“Fujimori pasará a la historia como una persona que envileció la política peruana. Y aquí me refiero a su estilo de gobierno, el cual se caracterizó por aprovechar los lados más sórdidos y truculentos de la sociedad (y presentarlos) como cuestiones que tenían que ser vistas de modo muy beneficioso para la sociedad», aseguró.
Y añadió:» Se confundió pragmatismo con violación de la ley, se confundió emprendedurismo con violar las normas con informalidad, cuestión que, junto con sus crímenes, es el legado más pernicioso del personaje en general».
Por desgracia, la muerte de Alberto Fujimori no implica, al menos por ahora, el fin del fujimorismo, mientras Keiko Fujimori persista en ganar la presidencia mediante la emulación de las prácticas autoritarias de su padre, que apelan a las actividades criminales para conquistar el poder.
Una condena a la heredera del exdictador por los delitos de organización criminal y lavado de activos probablemente sería el prólogo de la extinción del fujimorismo.
ED: EG