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GERNEY RÍOS GONZÁLEZ
Con el economista y escritor Gustavo Pérez Ángel, nos unió la academia. Recorrimos Colombia, sensibilizando cerebros, socializando el triángulo del transporte, logística e infraestructura. Su pensamiento perdurará a través del tiempo. En los años 90 creamos las cátedras Pacífico y Caribe. En Bahía Málaga en septiembre de 1996 planteamos la necesidad de poner en funcionamiento la línea férrea, Málaga, Buenaventura, Yumbo, Palmira, La Tebaida (Quindío) y la variante Cartago, Valle, Pereira y la Felisa, Caldas, conectando a ésta con el puerto en una línea de 300 kilómetros.
El avance económico y social en el mundo, marca un paso paralelo a la capacidad desarrollada por las comunidades para transportar eficientemente alimentos e insumos. El crecimiento generado por la revolución industrial en los albores del siglo XIX, se vio detenido hasta cuando los ferrocarriles aparecieron en 1830, para dar el impulso final a la expansión de las actividades productivas a gran escala, como lo requería la creciente población y lo exigía el progreso.
Antes de aparecer el “caballo de hierro”, la producción industrial, minera y agropecuaria estaba limitada por la capacidad de los sistemas de transporte. El bienestar de la población, reservado a la privilegiada aristocracia, única clase social que podía desplazarse en coches halados por caballerías; la masa del pueblo nacía, vivía y moría en un reducido entorno. Los ferrocarriles posibilitaron el desarrollo económico y ampliaron el horizonte del hombre.
El nacimiento del tren en Inglaterra colocó a disposición del mundo una nueva tecnología encargada de llevar los pueblos hacia el progreso; pero no todos los países estuvieron preparados para adaptarla.
Estados Unidos y otras naciones de Europa Occidental de inmediato se dieron a la tarea de construir carrileras y mejorar los diseños de las locomotoras, los rieles y la organización de las empresas transportadoras. Rusia, Japón, Canadá, Brasil y Argentina, pocos años después, siguieron la huella de la prosperidad modernizando sus transportes.
Un grupo de países, entre los cuales Colombia, dio palos de ciego en la tarea de edificar líneas férreas a finales del siglo XIX. La cifra más reveladora sobre el atraso, muestra que, en 1880, sin contar con el ferrocarril de Panamá, tenía sólo 51 kilómetros de ferrovías, separados en varios tramos con anchos de trocha diferentes, cuando Estados Unidos ya contaba con 160 mil kilómetros de carrileras que le daban a su economía un impulso inalcanzable.
Lenta y costosa, Colombia construyó una precaria red férrea que, en su mejor momento en 1960, alcanzó 3.450 kilómetros, en servicio movilizó 3,14 millones de toneladas de carga y 13 mil 400 pasajeros. Aquella fue limitada en su extensión, tardía e inadecuada. Muchas oportunidades a principios del Siglo XX, la centuria que vio expandido el comercio global, se perdieron a causa del aislamiento de nuestro país con el resto del mundo. Los productos agrícolas, mineros e industriales no alcanzaron los mercados inencerrada en las montañas, ajena a la ebullición que el progreso causaba en los centros comerciales y financieros del orbe.
Cuando por fin el país tuvo una extensión de carrileras de alguna consideración, se percató que sus especificaciones no eran apropiadas para competir con otros sistemas de transporte. La selección de las características de los trenes, decisión tomada en el Siglo XIX, ignoró las condiciones topográficas del arrugado mapa colombiano e inmensas limitaciones presupuestales de los gobiernos, más comprometidos en los ajetreos bélicos y políticos que en el desarrollo material de la nación. Así, los trenes de vapor, de trocha angosta y de pendientes pronunciadas, que prestaron un indudable servicio en los primeros años a la incipiente economía decimonónica, terminaron siendo “trenecitos” de baja capacidad y grandes limitaciones de velocidad, incompetentes con el transporte automotor por primitivo que éste fuera, en los años previos a la mitad del Siglo XX.
En la tercera década de ese lapso, gracias al respiro presupuestal que significó la indemnización americana por el despojo de Panamá y se dio el gran impulso a la construcción del sistema férreo, varios observadores nacionales y extranjeros llamaron la atención de las autoridades sobre la necesidad de adoptar la trocha ancha en las nuevas construcciones, ampliando paulatinamente las antiguas. En lugar de seguir este sensato consejo, que hubiese salvado los grandes esfuerzos realizados, se unificaron las carrileras a la menor trocha de 90 centímetros y condujeron a los ferrocarriles al inminente fracaso. Las limitaciones del diseño ferroviario constituyeron una tara que significó su temprana desaparición y la pérdida del enorme trabajo de construirlos.