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Banco Mundial
La expresión concisa “de miles de millones a billones” era una idea audaz. Hace 10 años, cuando el capital privado fluía hacia las economías en desarrollo, los Gobiernos y las instituciones de desarrollo vieron la oportunidad de acelerar los avances en la reducción de la pobreza y otros objetivos.
En esa época, en un documento de estrategia (i) clave se planteó: “La buena noticia es que, a nivel mundial, hay montos considerables de ahorros, que ascienden a USD 17 billones, y la liquidez está en niveles máximos históricos”.
La mala noticia es que todo resultó ser una fantasía. Por el contrario, el panorama financiero para el desarrollo ha cambiado drásticamente. Desde 2022, en las economías en desarrollo, los prestatarios del sector público han realizado pagos del servicio de la deuda a los acreedores privados por casi USD 141 000 millones más de lo que desembolsaron en concepto de nuevo financiamiento.
Pero hay una excepción sorprendente: el Banco Mundial y otras instituciones multilaterales aportaron en 2022 y 2023 casi USD 85 000 millones más de lo que recaudaron en pagos del servicio de la deuda.
Por consiguiente, las instituciones multilaterales han sido empujadas a desempeñar una función para la que nunca fueron diseñadas. Ahora cumplen un rol de prestamistas de última instancia, y utilizan el escaso financiamiento para el desarrollo a largo plazo para compensar la salida de otros acreedores.
El año pasado, las instituciones multilaterales representaron alrededor del 20 % del saldo de deuda externa a largo plazo de las economías en desarrollo, cinco puntos porcentuales más que en 2019.
La Asociación Internacional de Fomento (AIF) del Banco Mundial representa actualmente casi la mitad de la asistencia para el desarrollo procedente de las instituciones multilaterales y que se proporciona a los 26 países más pobres.
Y, en 2023, un tercio —USD 16 700 millones— de los flujos de deuda netos totales a los países que pueden recibir financiamiento de la AIF provinieron del Banco Mundial, esto es más del triple del volumen registrado hace una década.
Estos hechos reflejan un sistema de financiamiento que tiene fallas. Dado que el capital —tanto público como privado— es esencial para el desarrollo, el progreso a largo plazo dependerá en gran medida de que se reanuden los flujos de capital que beneficiaron a la mayoría de los países en desarrollo en la primera década de este siglo.
Pero, el equilibrio entre riesgos y recompensas no puede seguir siendo tan desigual como en la actualidad, ya que las instituciones multilaterales y los acreedores gubernamentales asumen casi todo el riesgo, mientras que los acreedores privados cosechan casi todas las recompensas.
Cuando las tasas de interés mundiales se dispararon en 2022 y 2023 y provocaron un aumento del sobreendeudamiento en los países más pobres, el Banco Mundial siguió su práctica habitual. La institución pasó de otorgar préstamos con bajas tasas de interés a proporcionar donaciones a los países con alto riesgo de dificultades económicas.
También incrementó el financiamiento general para estos países, con generosos plazos de reembolso que oscilaban entre 30 y 50 años.
Sin embargo, los acreedores privados se beneficiaron con altas tasas de interés que los compensaron completamente por los riesgos de inversión que habían asumido.
Ante la falta de un sistema mundial previsible para la reestructuración de la deuda, la mayoría de los países en apuros optaron por resistir en lugar de cesar los pagos y arriesgarse a quedar excluidos indefinidamente de los mercados de capital globales.
En algunos casos, el nuevo financiamiento proporcionado por Banco Mundial se utilizó para pagar a los acreedores privados.
En 2023, los países en desarrollo gastaron la cifra récord de USD 1,4 billones —casi el 4 % de su ingreso nacional bruto— tan solo para atender el servicio de su deuda.
Si bien los reembolsos del capital se mantuvieron estables en alrededor de USD 951 000 millones, los pagos de intereses aumentaron más de un tercio, hasta ascender a aproximadamente USD 406 000 millones. El resultado, en muchos países en desarrollo, ha sido un devastador desvío de recursos que estaban destinados a esferas esenciales en materia de crecimiento y desarrollo a largo plazo, como la salud y la educación.
La presión sobre los países más pobres y vulnerables, es decir, los que pueden recibir fondos de la AIF, ha sido especialmente intensa.
Los pagos de intereses sobre la deuda externa de estas naciones se han cuadruplicado desde 2013 y alcanzaron un máximo histórico de USD 34 600 millones en 2023.
En algunos países, la carga oscila entre el 10 % y el 38 % de sus ingresos de exportación. No es de extrañar que más de la mitad de los países que pueden recibir financiamiento de la AIF se encuentran en situación de sobreendeudamiento o presentan un alto riesgo de sufrirlo, o que los acreedores privados se hayan retirado.
Estos hechos implican que los países más pobres del mundo no padecen problemas de liquidez, sino una crisis de solvencia que se propaga. Podría ser fácil postergar el problema para más adelante proporcionando a estos países el financiamiento suficiente para ayudarlos a cumplir con sus obligaciones de reembolso inmediato.
Pero hacerlo simplemente alargará su sufrimiento. Estos países necesitan crecer más rápido si quieren reducir la carga de su deuda, pero un crecimiento más rápido requiere mayores inversiones.
Dada la magnitud de la carga de su deuda, es poco probable que eso se materialice. De mantenerse las tendencias actuales, su capacidad de reembolso nunca se recuperará.
Con el fin de garantizar condiciones de igualdad en el otorgamiento de préstamos para todas las economías en desarrollo, se necesita un sistema mundial adaptado al siglo XXI.
Los prestatarios soberanos merecen al menos algunas de las protecciones que se otorgan habitualmente a las empresas y personas endeudadas en virtud de las leyes nacionales de quiebras.
Los acreedores privados que otorgan préstamos riesgosos y con intereses elevados a los países pobres deberían soportar una parte equitativa del costo cuando la “apuesta” sale mal.
En una época de mayor desconfianza internacional, será difícil establecer estos principios. Pero sin ellos, todos los principales objetivos de desarrollo seguirán estando en peligro y corriendo la misma suerte que la promesa de pasar de “miles de millones a billones”.
Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate (i).