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Por Elías Prieto Rojas
El niño nace y la familia encuentra una inyección de optimismo y de fe en la vida y de inmediato se hacen las diligencias para darle abrigo y amor al retoño, y entonces y, para empezar, tanto el padre como la madre comienzan a divagar en torno del nombre que llevará el personaje durante su permanencia en el planeta.
Y nombres existen al por mayor, como también se pueden llamar los diversos elementos naturales que pueblan esta humilde casa, y donde a lo que brilla se le llama oro, al otro perro, o más allá, gato, o síndrome, o colapsó, o… mejor dicho: el niño queda a merced del buen, o del mal gusto de sus padres, que son quienes le insuflan un nombre y también un apellido.
Y así, como al equivocarse el médico hay que echarle tierrita al paciente, también cualquier progenitor puede bautizar a su hijo Epaminondas, o el bobo puede ser nombrado “la reliquia del pueblo”; lo cierto es que, al niño de nuestra historia, su madre, porque después de todo ellas son las que mandan, le pusieron al muchacho, Sebastián, pero para efectos de esta historia, un apellido, Rufino… y por ahí la cosa empieza a torcerse.
Pero, voy a ser más preciso: Sebastián Rufino era un árbitro de fútbol, de origen brasilero; en abril 11 de 1973, este individuo con un pito mortecino le anuló dos goles a un gran conjunto, y así alteró su historia, porque su decisión, como árbitro y… juez, eliminó del torneo más importante de Suramérica -la Copa Libertadores- a un brillante equipo.
Para el que no sepa, le diré que el conjunto más valioso que ha nacido y pisado mi bella Colombia, se llama Millonarios. Y para qué me voy a enredar contándoles las hazañas del azul y blanco. Eso lo saben ustedes, eso es voz populi.
Estoy acá, para contarles, eso sí, a las nuevas generaciones, el exabrupto que cometió este árbitro. El glorioso Millos juega de local contra el San Lorenzo de Almagro, equipo argentino, e insignia, en aquel entonces de Walter Perazzo, más adelante de José Luis Chilavert, y ahora de Ezequiel Lavezzi, y susurrándoles al oído: acá entre nos, “es el amado equipo del Papa argentino Bergoglio”.
Por esos días, nosotros no podíamos quedarnos atrás. Una ilustre camada de futbolistas nacionales al mando de su capitán Alejandro Brand; una gacela endemoniada y cuyo nombre, Jaime Morón, le sirvió para ser inmortal porque así se llama en la actualidad el estadio del club Real Cartagena; y el dueño de los tres palos en ese crucial partido: Senén Mosquera, y también un cazcorvo paraguayo a quien apodaban “el Chueco” Gómez. Con ellos un ariete, goleador de rancia estirpe: Apolinar Paniagua…
Si ganábamos este cotejo enfrentaríamos a un “débil” Colo Colo, y de ahí derecho nos íbamos a disputar la final del torneo con el encopetado Independiente.
Pero no fue posible realizar ese sueño dorado, porque Rufino cometió la mayor injusticia cometida en el estadio de la 57.
El atacante nuestro se corre –ojo, no estoy en España- como una exhalación por la punta derecha, y cuando el azul y blanco levanta su rostro queriendo ingresar a las dieciocho el volante gaucho lo levanta con severo patadón y de inmediato faul, tiro indirecto, barrera, nueve pasos, el área se pobló de artilleros y el estoper y el central y el arquero, y nosotros con la tribuna de nuestro lado: un maremágnum de hinchas haciendo fuerza para que “el Chueco” Gómez metiera el gol con todo y ropa y cancerbero.
El único problema es que antes, debía tocarla un jugador azul.
Cobra el cazcorvo, de chanfle, un disparo ponzoñoso que supera la barrera y Apolinar Paniagua en su loca carrera se enreda entre la trifulca de mortales y parece ser que “peinó” la pelota y descontroló al arquero de la tierra de Martín Fierro y claro: gol azul…
El Campin casi se acaba ese día, pues Rufino, el árbitro de nuestro cuento anuló el gol, dizque porque el bombardero no la tocó y quién dijo miedo: los habitantes del barrio las Cruces y del Amparo y de la Concordia y de Patio Bonito –huy corrijo, todavía ese barrio no existía- y del Chico y Chapinero y Suba y Kennedy, en otras palabras, Bogotá y toda Colombia nos sentimos ofendidos.
Rufino, nos privó de una clasificación a la semifinal del mejor torneo de futbol suramericano. Y no sólo eso. Por el buen momento que mostraba el equipo, Millonarios pudo haber sido campeón. Ese 11 de abril de 1973, Rufino nos paró en seco: jamás en nuestra historia hemos dado la vuelta olímpica como los mejores del continente.
Aquella vez la tuvimos cerquita, pero el árbitro Rufino mató la ilusión.
Días más tarde por todo el país demasiados carros exhibían en su vidrio trasero una vistosa calcomanía con la leyenda:
“No pite, no sea Rufino” …
Hoy, de nuevo, le vuelvo a decir… Rufino, Rufino, Rufino… y saco mi peinilla y le hago a un lado sus “tres mechas” y al estilo Chavo lo cruzo, una y otra vez, y otra: con dos severos ganchos lo mando a dormir.
-Y agradezca –le gritaré- que no cayó en manos de mi fiel amigo “Copetín”, porque con nuestro pelafustán el man, de verdad… no regresa sano y salvo a su amada patria.
27 de septiembre, 2021.
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