News Press Service
Por Elías Prieto Rojas
El niño se sintió emocionado del gesto y proceder de aquel deportista, el cual, dejando su tierra y su casa, y ahora entrenando, en medio de lagos y árboles procura comerse el mundo con base en las cabriolas y los amagues, piques y desbordes, de su natural sabiduría con la herramienta que Dios le regaló: un balón de fútbol. Ahora está a mi lado. Me abraza como lo haría un buen padre. Hace lo mismo con el chico que tiene a su izquierda. Caminamos. En cierto momento se detiene y me mira. Sostengo en mi mano el esfero y estampa su firma en el papel arrugado que le presento. Antes de eso lo he visto correr. En práctica. Gatea, como todos. Se sonríe. Sus compañeros se hacen bromas entre sí y un hombre de más edad los vigila: Américo, el aguatero. Éste no reviste autoridad ni don de mando, pero a sus indicaciones todos le obedecen. Los demás, como el niche, llevan un número en su espalda. Para la gran mayoría de personas es el número perfecto -10- y ese lo luce el mejor jugador, mi amigo.
Llegó a mi casa y boto los libros sobre la silla y enciendo el televisor Philips de 24 pulgadas, a blanco y negro. Estoy solo. Ese día, como muchos otros, veo estadios pletóricos de hinchas; imágenes de hombres corriendo detrás de una pelota. Graderías con seres de distinta raza, vestimenta y condición. Unos celebran, otros maldicen; gritan, se sacuden; demasiados lanzan improperios mientras en el césped 22 gladiadores, como en muchos otros encuentros, se entretienen. Por momentos el juego se detiene. En algunos pasajes la pelota se eleva por los aires y alguien de los que se divierten golpea de nuevo la esférica. El tiempo pasa; se termina el juego. Así una y otra vez. Día soleado, 21 de junio de 1970, el futbolista de mi crónica levanta un trofeo que gana por tercera vez; ahora es de propiedad del país carioca.
Días atrás en alguna tarde del final de mayo en el club de golf “Los Lagartos”, cercano a mi casa, el 10 aquel me firmó un autógrafo.
El suyo.
Para mí.
Para guardarlo toda la vida.
Visitó varios países siempre con el rótulo del mejor. Culminó su carrera en un equipo estadounidense. Celebró en algún momento mil goles. Ha sido comentarista deportivo, relacionista, padre, protagonista y portada de revistas por todo el mundo. Sin embargo, lo que más admira el planeta es su don de gentes; que se sepa nunca se ha metido en problemas y hasta ahora creo que ningún medio de comunicación lo ha señalado ni siquiera se han atrevido a lanzarle insultos por su proceder, o su conducta.
Ha sido ejemplar como ser humano.
Ahora cuando me acerco a la vejez llevo varios años, meses, días, horas, minutos y segundos buscando ese pedazo de papel. Su autógrafo. La firma de “Pelé”. Por todos los rincones donde he estado o he vivido. Y no lo encuentro. Y vivo triste.
Desde aquel momento cuando lo conocí en persona, y luego del insuceso (de haber extraviado ese bendito autógrafo), a título de compensación y para de alguna manera paliar mi pena me convertí en jugador de fútbol, exquisito, de los mejores. Y como mi ídolo también vestí la casaca diez. También como aficionado he visto multitud de juegos; y no sólo los de O Rei; también he disfrutado partidos de quienes les siguen sus pasos.
Pero cómo han cambiado los tiempos. En aquella mítica época los jugadores conducían el balón con elegancia, miraban al frente con tiempo y espacio; no corrían tanto ni se regañaban unos a otros como ahora; eso dentro de los muchos cambios que he visto sin contar los cortes de cabello ni las extravagancias de los jugadores dentro y fuera del campo de juego ni la violencia que se esgrime en cada estadio por ser hincha de cualquier equipo: hasta se matan.
Sin embargo, siempre adonde he ido guardo la secreta esperanza de que algún día, en alguna parte del mundo voy a encontrar ese papel. Quizás y debido al deseo vehemente de querer encontrar ese autógrafo. Repito: la firma, pero no la de cualquiera; escuchen: la firma que alguna vez estampó para mí el mejor jugador de fútbol que haya existido sobre la tierra; por eso he dedicado toda mi vida a indagar sobre el misterio que encierra el juego y la pelota; cómo que millones de seres en el mundo son furibundos hinchas de este deporte.
Como fútbol, vivo fútbol, hablo de fútbol, pienso fútbol, veo fútbol, colecciono fútbol, mejor dicho, lo único que no puedo hacer en homenaje al fútbol y por recomendación de mi médico es no celebrar con estridencia ni con arrebatos de poseso ni con gritos y menos con alaridos los goles de mi equipo amado y tampoco los de mi selección porque puede ser que se me reviente el corazón.
(Si en verdad alguien está leyendo este mensaje y si tiene la posibilidad, por favor díganle al Diez, al negrito carioca, al campeón mundial de Méjico 70, que me envíe por correo certificado su firma, el autógrafo que se me perdió. Que no podré morir en paz si no le regalo a Nicolás, mi hijo menor, de su puño y letra el nombre del mejor jugador de fútbol que ha producido el mundo… Y aclaro que si MasterCard –patrocinador de mi ídolo- va a regalar un millón de comidas por todo el mundo buscando con ello ayudar a combatir la desnutrición infantil me gustaría que a mí, a pesar de estar gordito, vivo todos los días malnutrido por culpa de no haber encontrado ese bendito autógrafo)…
Será que MasterCard si me ayudará a combatir mí desnutrición…
Pero, mi Negro se fue, y ahora quién me dará su autógrafo…
Esta crónica lo escribí en homenaje a Edson Arantes Do Nascimento, un día cualquiera. “Pelé”, nos visitó en mayo de 1970 y un mes más tarde se coronó campeón mundial, por tercera vez, con la mejor selección de fútbol que haya existido sobre la tierra. Sus compañeros de aquel portentoso equipo: Jairzinho, Tostao, Gerson, Rivelino, Clodoaldo, Carlos Alberto, Brito, El “Gato” Félix… y en ese mayo bendito, Pelé le dió un abrazo y le firmó un autógrafo a este cronista. Nunca se me olvidará… O Rei, hoy 29 de diciembre de 2022, el mundo llora tu partida…