Documentos News Press Service-Universidad La Gran Colombia
POR Gerney Ríos González
Antropólogos y científicos de diferentes escuelas europeas y de nuestro continente, coinciden en afirmar que en el siglo XVI la población indígena americana ascendía a un millón de naturales, originaria de las migraciones asiáticas y africanas que, en el pasado remoto, centurias atrás, cruzaban por el norte del Estrecho de Bering, la ruta más probable de quienes habitaron esta tierra desconocida y misteriosa.
El crecimiento demográfico se “disparó” a partir del siglo XVII hasta nuestros días. La ciencia médica apenas tiene sus avances hace unos 200 años. La población global alcanzó los 8.000 millones de habitantes el martes 15 de noviembre de 2022, de acuerdo al Informe Perspectivas de la Población Mundial del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas (DESA, por sus siglas en inglés), posibilitada por la prolongación de la vida, gracias al progreso de la farmacopea.
El exterminio de la raza indígena comenzó casi al mismo tiempo del descubrimiento de América en diferentes latitudes. Así, conocida la hazaña del navegante genovés Cristóbal Colón, ingleses, holandeses, vikingos, franceses, portugueses, alemanes y españoles, se aventuraron a explorar, ocupar costas y territorios interiores y explotar las riquezas del suelo, propiedad ancestral de esos ignotos pobladores.
Chistophorus Columbus, considerado el descubridor de América, el hijo de Doménico Colombo y Susana Fontanarrossa, nació en el año de 1451 entre la costa de Savona en Italia y Mónaco en la Riviera Francesa, controladas por la entonces república genovesa, estado independiente entre los siglos XVI y siglo XVIII. Esposo de la aristócrata Felipa Moniz de la Casa de Braganza, que reinó en Portugal de 1640 a 1910.
En el caso grancolombiano, originarios de los Llanos del Meta, integrados por los achaguas, betoyes, giraras, guahibos, guayupes, saes, sálivas y tunebos, habitantes del piedemonte, fusionador de las regiones andina, orinoquia y amazonia con el Escudo Guayanés, mar Caribe-océano Atlántico, fueron penetrados por teutones-germanos e hispanos a mediados del siglo XVI, quienes venían en busca de El Dorado.
Con la aparición de las primeras expediciones europeas en Casanare, Meta y Vichada, conducidas por los alemanes, Jorge de Espira y Nicolás de Federman en 1530, George von Speyer en 1534, Nikolaus von Federman en 1536, comenzó un proceso de dinamización económica y dominio geocultural, producto de la socialización del concepto de la existencia de inconmensurables riquezas al este de la región andina, la cual motivó igualmente que los conquistadores españoles irrumpieran en los territorios tricolores, geoeconómicamente estratégicos. En desarrollo de las vocaciones Caribe-Atlántico y Pacífico, hay necesidad de partir del año 1492 para tomar alguna orientación en el sacrificio masivo de la raza autóctona.
En 1577 Francis Drake, corsario inglés, explorador, comerciante de esclavos, político y vicealmirante de la Marina Real Inglesa, ocupó California en el norte de América a nombre de su reina Isabel. En 1620 el barco Mayflower con 102 colonos europeos peregrinos, más 33 de tripulación, ocupó Cabo Cod, bahía de Massachusetts; ya los nativos eran dueños de la tierra miles de años antes y habían visto en muchas ocasiones a los “carapálidas”. El arribo de estos, propició la fundación de la primera colonia británica en lo que actualmente es Nueva Inglaterra y la celebración del primer día de Acción de Gracias.
Walter Raleigh, (Guantarral), corsario, escritor, cortesano y político inglés que popularizó el tabaco en Europa, instauró al norte de Florida, la colonia con el nombre de Virginia en honor a su reina. Acuñó la frase imperial, “Quien posee el mar, posee el mundo entero”. En 1607, expedicionarios de la Compañía de Londres fundaron el Fuerte de Jamestown a la postre el primer asentamiento inglés en el actual territorio de Estados Unidos a orillas del río James. Su ubicación sobre una pequeña península y su forma triangular protegía a los invasores de la amenaza de los indígenas Powhatan y ataques de los barcos españoles.
El navegante y explorador londinense Henry Hudson que buscaba un camino hacia India, en 1609 descubrió el gran río en América del Norte. En el comienzo reinó la cordialidad entre indígenas y colonos. Los primeros enseñaron a pescar a los invasores, preparar alimentos, a cazar, el cultivo del maíz, a vivir en las estériles llanuras. Los inviernos las cubrían de nieve haciendo difícil la vida.
El genocidio de indígenas, cazados como animales salvajes pudo comenzar 18 años más adelante. Se cuenta del capitán John Mason quien con puritanos de Nueva Inglaterra fuertemente armados cayó sobre los Pequot en pleno sueño, los cercó en las empalizadas y prendió fuego a la comunidad. La masacre cobró la vida a 500 indefensos, “gracias a la divina Providencia,” según declaró Mason.
Los indígenas americanos, igualmente llamados indios, aborígenes americanos, nativos americanos y amerindios, tuvieron en los apaches, aztecas, cheroquis, nahuas, mayas, caribes, yanomamis, mayorunas, incas, guaraníes, quechuas, aymaras, chibchas y mapuches, sus referentes.
Entre los más destacados guerreros y pensadores indios sobresalen Tasunka –Witko (Caballo Loco), sioux oglala; Tatanka Yotanka (Toro Sentado), jefe de la tribu sioux Hunkpapa; Goyathlay (Gerónimo), apache chiricahua, engañado y traicionado por intereses de quienes ostentaban el poder económico-militar en Estados Unidos; Shikhashe (Cochise), ilustre jefe de los apaches chiricahua, quien proclamó “…Los blancos son muchos y los indios pocos… yo quiero vivir en estas montañas… firmaremos la paz y la guardaremos fielmente… pero nos dejarán libres, ir a donde queramos”. Mahpiua-Luta (Nube Roja), Dakota sioux; don-ha (Mangas Coloradas), apache mimbreño; Satanta (Oso Blanco), conductor kiowa; Tecumseh (Estrella Fugaz); guía shawne, conocido por su frase: “Ninguna tribu puede vender la tierra. La única salida es que los Pieles Rojas se unan para tener derecho común e igual en la tierra, como siempre ha sido, porque no se dividió nunca”.
Famoso el mensaje de Hinmahtoo- Yahlahket (Joseph) de la tribu nez perce: “el hombre blanco no tiene ningún derecho de venir sencillamente aquí y quitarnos nuestras tierras. Este territorio ha pertenecido siempre a nuestra tribu… Nosotros estamos contentos y felices con que se nos deje en paz”.
Nombres de aborígenes que dejaron profunda huella en suelo americano en los siglos XVIII, XIX, y XX fueron: Seattle (Suquamish), Obwendiyac (Pontiac), Makatae-Mishkiakiak (Halcón Negro) y el nativo Navajo Askkii Dighin (Manuelito), pensador silvestre, célebre por afirmar: “Queremos la paz y los blancos hablan de guerra… en tiempo de nuestros padres se oyó decir que llegaban los hombres blancos por el oeste, a través de un gran río… Oímos hablar de pistolas, pólvora y plomo: armas de yesca y pedernal primero, de fulminantes después. Ahora de rifles de repetición”. La historia se duplica una y otra vez en esta Indoamérica en ebullición. Los actores son los mismos. Los tambores se cambiaron por celulares.
El exterminio masivo de la población americana, primigenia se calcula en 40 millones de seres. El hombre blanco implantó su dhermanos de la raza. La “hazaña” de Mason al quemar vivos a 500 indígenas parece ser el inicio de las matanzas. Los aborígenes sostuvieron por lo menos 111 guerras contra los blancos “carapálidas” y sobrevivieron hasta 1898, pero las perdieron casi todas frente a la ferocidad y armas de los contrarios; se proponían los invasores renovar y reorganizar el Nuevo Mundo, para lo cual se creían “privilegiados” de la Providencia.
Sangre Derramada
Los anglosajones en Norteamérica difundieron la ideología según la cual, lo mítico de sus ancestros descendía de la raza germana, cuyas raíces se hundían en la India. En consecuencia, provenían de la “cuna de la humanidad” y eran superiores conservándose “pura” la raigambre; con el itinerario del sol en el espacio, descendió el poder a las montañas para sojuzgar al imperio romano y luego al resto del mundo. Con tales consignas los invasores de América acrecentaron la violencia y el exterminio de las tribus dueñas de la tierra en un intento bárbaro de civilización. Los extranjeros solo vieron en los indígenas, tribus cuya degeneración debían erradicar a sangre y fuego. Un informe de míster Bell al comité de asuntos indios del Congreso de EE.UU. en 1830 determinaba “el derecho de las naciones civilizadas a establecerse en las tierras conquistadas exterminando a las tribus salvajes”. El negro desea confundirse con el europeo y no puede. El indio podría conseguirlo hasta cierto punto, pero desdeña intentarlo. El servilismo de unos le entrega la esclavitud y el orgullo del aborigen, también la muerte.
Aquí intervino la Corona Española para proteger a los indios en su derecho de posesión inalienable. Se les dio condición de nación y proscritos los embargos de la tierra y los bienes o venta a los colonos, frenándose en parte la codicia de los invasores. Tratando de no parecerse a los españoles, los ingleses “repartieron” parcelas a los indígenas para que las cultivaran y convirtieran en granjas y las dejaran a la descendencia. De esta forma, tribus de mohicanos, seminolas, creeks, choctaws, chikasaws, cheroquis, “alineados” en la nueva cultura, resolvieron aceptar la nueva vida, no así otras tribus que con su autonomía eran un estorbo a la colonización del Oeste; asediados, hostigados, combatidos, los originarios que no quisieron granjas, fueron forzados a retirarse hacia el Misisipi con suprema violencia, entre 1815 y 1830.
Los padres de la Constitución de Estados Unidos, orientaron la entrega de tierras y granjas a los indios, destacándose los presidentes, Thomas Jefferson (marzo 1801 – marzo 1809), Andrew Jackson (marzo 1829 – marzo 1837) y Franklin Pierce (marzo 1853 – marzo 1857), este último quien con la aceptación de los colonos de Tennesse, Georgia, Alabama y Misisipi, aprobó la masiva deportación de los indios hacia el río, a las reservaciones acordadas. Seminolas y cheroquis que se habían plegado a las pretensiones de los “carapálidas”, de vivir como lo ordenaban, también desalojados de sus propiedades.
En este éxodo forzado hacia el Misisipi, en el llamado “camino de las lágrimas” murieron cuatro mil indios. Según dijo Andrew Jackson “se levantaron granjas y ciudades llenas de todas las bendiciones, la libertad, la religión y la civilización”. No paró allí el acoso a los legítimos dueños de la tierra: el Congreso de Estados Unidos prohibió en 1871 celebrar contratos entre los gobiernos de los Estados y los indígenas; era aceptar una nación dentro de otra, desconociendo la legitimidad de la heredad.
Promulgada el Acta de Henry Dawes de 1867, cuya finalidad, “ayudar” a los indígenas americanos a ser dueños de su propio rancho y obligados a pagar impuestos al Estado. Sin embargo, los colonos blancos “compraron” la mayor parte de las tierras aborígenes. Un lustro atrás, los cazadores e invasores estadounidenses mataron millones de bisontes con el fin de que los amerindios murieran de hdesespero. Lo precedente aconteció en Cunday, suroriente del Tolima, con motivo de la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo (1966 – 1970), cuando a los campesinos de origen indígena se les entregó parcelas. Los nuevos propietarios al no tener conocimiento para poner a producir estas granjas agrícolas y presionados por la violencia, decidieron canjearlas por cerveza y bebidas embriagantes.
Además de la gran calamidad sangrienta y arbitraria que fue el descubrimiento y conquista de los territorios del norte, centro y sur de América, las enfermedades y el alcoholismo hicieron sus estragos en los indígenas. Las tierras eran vendidas a menor precio a comerciantes y colonos inescrupulosos que aprovechaban la inferioridad de la raza perseguida. Cambiaban propiedades por cachivaches, armas y licor, con lo que engañaban a tribus empobrecidas, famélicas, desnudas, afectadas por epidemias, sarampión, tosferina, paperas y tuberculosis, que al contacto con los “carapálidas” éstos transmitían.
Los blancos alegando ser “asistidos por la providencia” repartían ron a los indios para someterlos a leoninas negociaciones de tierras, cultivos y ganados. Ebrios, los endémicos cedían terrenos a los oscuros granjeros de la época. En esta forma los “carapálidas” quitaron a los cheroquis 139 millones de acres en Misisipi. Franklin Pierce bien lo dijo en sus escritos biográficos, “si era el designio de la providencia extirpar aquellos “salvajes” y dejar sitio para los cultivadores de la tierra, no parece improbable que el ron haya sido el medio indicado. Ya ha aniquilado a todas las tribus que antiguamente habitaban el litoral”. Los europeos presentaban el contrato de compra acompañado de una o dos botellas de rústico ron con el cual enloquecían a los nativos.
El presidente Andrew Jackson había prestado la protección a las diezmadas comunidades desterradas al oeste del Misisipi: “El hermano blanco no los molestaría en esas reservaciones, no tendrá derecho sobre vuestras tierras; allá podréis vivir vosotros y vuestros hijos, en medio de la paz y la abundancia, por tanto tiempo como crezca la hierba y discurran los arroyos: os pertenecerán para siempre”. Demagogia barata, esas promesas. Allí llegaron los “carapálidas” para quitarles la tierra, sus cosechas, sus bienes materiales, los animales que constituían el sustento y violar a sus mujeres. En 1878 los “Búfalos Bills” mataron a cinco millones de estos animales salvajes y correspondió al gobierno mantener a las tribus con asignaciones de dinero al año y provisiones. Pero los indígenas utilizaban la plata en juegos y la gastaban en ron con los cuales se embrutecían. El dos veces presidente Grover Cleveland en 1885 lo decía: “Ebrios y ladrones son los indios porque así los hicimos; pues tendremos que pedirles perdón por haberlos hecho ebrios y ladrones y en vez de explotarlos y renegarlos, démosle trabajo en sus tierras y estímulos que los muevan a vivir, que ellos son buenos, aun cuando les hemos dado derecho a no serlo”.
En 1885 apenas quedaban 300 mil indígenas de diversas tribus; a la llegada de los europeos contabilizaban un millón; en 1900 sumaban 230 mil; para 1970 censados 343 mil; lo que indica el peor genocidio en tierras norte americanas conquistadas por el hombre blanco.
Piras Ardientes
No son pequeñas las atrocidades y genocidios cometidos por los conquistadores españoles en tierras de centro y sur de América. La toma de México por Hernán Cortés y sus marinos estuvo signada por la sangre de miles de indígenas cazados como animales por perros adiestrados; eran desmembrados, cegados, quemados en grandes piras, amarrados de pies y manos.
El exterminio en La Gran Colombia y sur de América no fue menos cruel: en busca de los tesoros en oro, los invasores no tuvieron escrúpulos para aniquilar la raza. Se llegó a preguntar si los indígenas tenían alma y la consulta llegó a la Santa Sede en Roma. En esta invasión conquistadora las tribus cayeron exterminadas a plomo de mosquetes y puntas de espadas y lanzas. Las piras ardían en la noche con miles de víctimas maniatadas. Los perros devoraban niños e indoamericanos adultos. Muchos sacerdotes elevaron la voz angustiada a los reyes de España, pero las distancias no frenaron jamás el genocidio histórico.
La iglesia católica frente al genocidio originario fijó su posición a través de la Bula Sublimis Deus del Papa Paulo III (Alejandro Farnesio), publicada el 2 de junio de 1537, sobre el reconocimiento de los indígenas como seres humanos, que no fueran reducidos a la esclavitud. De análoga manera en Inmensa Pastorum del Papa Bendedicto XIV, revelada el 20 de diciembre de 1741, respecto a la libertad e indemnidad de los originarios de las provincias del Paraguay, Brasil y Rio de laPlata y los entornos cercanos e intermedios; igualmente In Supremo ApostolatusdelPapa Gregorio XVI, difundida el 3 de diciembre de 1839, relacionada con los derechos de los negros.
Sabios son los mensajes de los jefes indios a varios presidentes de Estados Unidos, defendiendo sus dominios, reclamando sus legítimos derechos. Recordemos el supremo mensaje del Gran Jefe Seattle en 1855 en carta dirigida al presidente Franklin K. Pierce, cuando éste propuso en 1854 a la tribu Swamish, del Estado de Washington, la compra de sus tierras:
“El gran jefe de Washington manda palabras, quiere comprar nuestras tierras. El gran jefe también manda palabras de amistad y bienaventuranza. Esto es amable de su parte, puesto que nosotros sabemos que él tiene muy poca necesidad de nuestra amistad. Pero tendremos en cuenta su oferta, porque estamos seguros de que, si no obramos así, el hombre blanco vendrá con sus pistolas y tomará nuestras tierras. El gran jefe de Washington puede contar con la palabra del gran jefe Seattle, como pueden nuestros hermanos blancos contar con el retorno de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas, nada ocultan. ¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas. ¿Cómo podrán ustedes comprarlos? Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo, cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo.
La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los Pieles Rojas. Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas; en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, puesto que es la madre de los Pieles Rojas.
Somos parte de la tierra y, asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila; éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por todo ello cuando el gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo demasiado. También el gran Jefe nos dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos.
Por ello, consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros. El agua cristalina que corre por ríos y arroyuelossolamente el agua sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes.
El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos y, por tanto, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Les secuestra la tierra a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.
No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos del piel roja. Pero quizá sea porque el Piel Roja, es un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o como aletean los insectos. Pero quizás también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece insultar nuestros oídos. Y, después de todo, ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un Piel Roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos.
El aire tiene un valor inestimable para el Piel Roja ya que todos los seres comparten un mismo aliento- la bestia, el árbol, el hombre-, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.
Por ello consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré condiciones. El hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una máquina humeante puede importar más que el búfalo al cual nosotros matamos sólo para sobrevivir.
¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual; porque lo que les suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado. Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a todos los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos. Esto sabemos: La tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos, todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra.
El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hijo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, no queda exento del destino común. Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos.
Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece lo mismo que desea que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el Piel Roja y el hombre blanco.
Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y si se daña se provocaría la ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el Piel Roja.
Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos porqué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia”.
La historia enseña las notas dirigidas por los aborígenes al gobierno del Estado de Georgia, reclamando la heredad y sus legítimos derechos: “cuando nuestros antepasados llegaron a nuestras orillas”-, decía el mensaje en noviembre de 1828-, “el hombre rojo era fuerte y aunque ignorante y salvaje, los recibió con bondad y les permitió posar sus pies entumecidos sobre la tierra seca. Nuestros padres y los vuestros se dieron la mano en señal de amistad y vivieron en paz. Todo cuanto pidió el hombre blanco para satisfacer sus necesidades, el indio se apresuró a concedérselo. El indio era entonces el dueño de todo y el hombre blanco el que suplicaba. Hoy la escena ha cambiado; la fuerza del hombre rojo se ha convertido en debilidad.
A medida que sus enemigos crecían, su poder disminuía más y más; y ahora de tantas tribus poderosas como cubrían la superficie de lo que se llama Estados Unidos, apenas quedan unas cuantas que se han librado del desastre universal. Las tribus del norte tan renombradas antaño entre nosotros por su poderío, casi han desaparecido. Tal ha sido el destino del hombre rojo en América. Hemos aquí a los últimos de nuestra raza. ¿Acaso debemos morir?