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Por GERNEY RÍOS GONZÁLEZ
El avance geosocioeconómico en el mundo, marca un paso paralelo a la capacidad desarrollada por las comunidades para transportar eficientemente alimentos e insumos. El crecimiento generado por la revolución industrial en los albores del siglo XIX, se vio detenido hasta cuando los ferrocarriles aparecieron en 1830, para dar el impulso final a la expansión de las actividades productivas a gran escala, requerimiento de la creciente población en la ruta del progreso.
Antes de aparecer el “caballo de hierro”, la producción industrial, minera y agropecuaria, estaba limitada por la capacidad de los sistemas de transporte. Mientras la aristocracia, podía desplazarse en coches halados por caballerías, el pueblo nacía, vivía y moría en un reducido entorno. Los ferrocarriles posibilitaron el desarrollo económico y ampliaron el horizonte de la mujer y el hombre.
El nacimiento del tren en Inglaterra colocó a disposición del mundo, una nueva tecnología encargada de llevar los pueblos hacia el progreso; pero no todos los países estuvieron preparados para adaptarla, entre ellos Colombia.
Estados Unidos y otras naciones de Europa Occidental, de inmediato se dieron a la tarea de construir carrileras y mejorar los diseños de las locomotoras, los rieles y la organización de las empresas transportadoras. Rusia, Japón, Canadá, Brasil y Argentina, pocos años después, siguieron la huella del progreso modernizando sus transportes.
Un grupo de países, entre los cuales Colombia, dio palos de ciego en la tarea de edificar líneas férreas a finales del siglo XIX. La cifra más reveladora sobre el atraso, muestra que, en 1880 sin contar con el ferrocarril de Panamá, tenía solo 51 km. de ferrovías, separados en varios tramos con anchos de trocha diferentes, cuando Estados Unidos contaba con 160 mil kilómetros de carrileras que le daban a su economía un verdadero impulso.
Lenta y costosa, Colombia construyó una precaria red férrea que, en su mejor momento en 1960, alcanzó 3.450 km; en servicio movilizó 3,14 millones de toneladas de carga y 13.400 pasajeros. Aquella fue limitada en su extensión, tardía e inadecuada.
Oportunidades a principios del siglo XX, la centuria vio expandido el comercio mundial, desperdiciadas a causa del aislamiento de nuestro país con el resto del mundo. Los productos agrícolas, mineros e industriales no alcanzaron los mercados internacionales, la sociedad permaneció encerrada en las montañas, ajena a la ebullición que el progreso causaba en los centros comerciales y financieros del orbe.
Cuando por fin el país tuvo una extensión de carrileras de alguna consideración, se percató que sus especificaciones no eran apropiadas para competir con otros sistemas de transporte. La selección de las características de los trenes, decisión tomada en el siglo XIX, ignoró las condiciones topográficas del arrugado mapa colombiano e inmensas limitaciones presupuestales de los gobiernos, más comprometidos en los ajetreos bélicos y políticos que en el desarrollo material de la nación.
Los trenes de vapor, de trocha angosta y de pendientes pronunciadas, que prestaron un indudable servicio en los primeros años a la primitiva economía decimonónica, terminaron siendo “trenecitos” de baja capacidad y grandes limitaciones de velocidad, incompetentes con el transporte automotor por arcaico que fuera, en los años previos a mitad del siglo XX.
En la tercera década de ese lapso, gracias al respiro presupuestal que significó la indemnización americana por el despojo de Panamá, se dio el gran impulso a la construcción del sistema férreo. Varios observadores nacionales y extranjeros llamaron la atención de las autoridades sobre la necesidad de adoptar la trocha ancha en las nuevas construcciones, ampliando paulatinamente las antiguas.
En lugar de seguir el consejo que hubiera salvado los grandes esfuerzos realizados, se unificaron las carrileras a la menor trocha de 90 centímetros y condujeron a los ferrocarriles al fracaso; no tardaría en evidenciarse. Las limitaciones del diseño ferroviario constituyeron una tara que significó su temprana desaparición y la pérdida del enorme trabajo de construirlos.
Años después de la “muerte del tren”, los terrenos por donde un día circularon, fueron invadidos por la maleza, los equipos vendidos como chatarra y las estaciones abandonadas. Los últimos gobiernos han intentado emprender un programa de recuperación de los viejos “caballos de hierro”. Todo lo que se haga para optimizar el sistema de transporte es bienvenido. Por no hacer caso a las lecciones de la historia, repetimos el error del siglo XIX, reconstruyendo las vías con las mismas especificaciones que ocasionaron su pronta e inevitable ausencia.
En el 2014, Juan Carlos Roncancio, gerente del Ferrocarril del Pacífico, consideró el tema de la trocha, una leyenda urbana, pues “el ferrocarril sí puede movilizarse con la trocha existente. De hecho, existe un plan técnico para incrementar el volumen de la carga con trocha angosta sin que existan problemas con la estabilidad de la misma y sin que el país tenga que migrar a la trocha ancha”.
En aquellos países en donde los ferrocarriles compiten exitosamente con otros medios de transporte, los trenes ruedan por paralelas separadas entre sí 4 pies 8.5 pulgadas, lo cual permite operaciones con capacidad de carga hasta 250 veces superior a la desarrollada por uno de vapor, de trocha de 90 centímetros, que asciende zigzagueando por las montañas.
En esa misma proporción se establecen los costos de transporte de ambos sistemas. En Estados Unidos, el tren compite ventajosamente con las carreteras para la movilización de carga. En Europa y Japón los ferrocarriles son el más económico medio de transbordo y congregan millones de pasajeros a diario, rápido, seguro y cómodamente.
Antes de continuar malbaratando los escasos recursos en la recuperación de unas máquinas sin futuro, valdría la pena contemplar la posibilidad de concentrarse en la construcción de dos troncales de norte a sur, con pendientes moderadas y trocha ancha, aptas para trenes de velocidad, con elevada capacidad de transporte de carga y pasajeros. Una que siga el trazado del ferrocarril del Atlántico, desde las ciudades de la costa hasta La Dorada, Honda, Mariquita, Armero, Ambalema, Ibagué y Neiva; otra, en el ramal de la primera, por la antigua carrilera paralela al río Cauca que conecte a Cali y Popayán con el Pacífico.
Este sistema debe complementarse con puertos secos donde empalme el tren con el transporte automotor más adecuado, venciendo las dificultades de la topografía andina.
Las nuevas tecnologías de trenes de gran velocidad como los operados desde hace varias décadas en Francia, Japón, Alemania y España, disipan las dudas de su capacidad competitiva; todos ruedan montados en carrileras de trocha ancha. Se mueven con carácter experimental los Mag Lev, trenes de levitación magnética que transportarán pasajeros a velocidades increíbles “flotando sobre rieles”, con un consumo mínimo de energía, gracias a la aplicación de la técnica de los superconductores.
Se vaticina que, en el presente siglo, aprovechando la inmensa capacidad técnica para cavar túneles submarinos, resultará más ventajoso desplazarse entre Europa y Norteamérica en un veloz tren subacuático que tomar el avión. Ingleses y franceses lo hacen con lujo de detalles.
“Miremos el porvenir con optimismo; tratemos que a los colombianos no nos vuelva a dejar el tren, aprovechemos los esfuerzos presentes reconstruyendo las vías, y con un poco de inversión, pasémonos a la trocha ancha, así sea un poco más costosa y demorada, pero con futuro”, proclamaba el economista y escritor Gustavo Pérez Ángel, en su cátedra Pacífico.