News Press Service
Por Elías Prieto Rojas
Alistó maletas con la ilusión de ir preparado, sin afanes, jugaba el equipo del cual era hincha su padre y éste le había dejado la lista de lo que no debía faltar. El estadio, el sitio que su progenitor le había descrito una y varias veces; ahora tenía la oportunidad de conocerlo y Andresito quiso cerciorarse una vez más; todo estaba ahí: la cantimplora que le había regalado su tío Bernardo, los prismáticos de su abuelita Eulalia y la billetera donde se acomodaban los veinte pesos que le obsequió Eduardo, su hermano mayor y con los cuales pensaba comprar crispetas, una gaseosa y el perro caliente que se le antojaba comer en el intermedio del partido. Se despidieron de su madre; padre e hijo salieron rumbo al templo sagrado del fútbol. Iban felices. Se les notaba la alegría que salía por cada uno de sus poros. El carro llegó pronto, cosa rara, al gran parqueadero donde decenas de fanáticos guardaban sus autos que recogerían luego para regresar a sus casas. Al dar reverso, Vinicius no se dio cuenta del golpe que su Chevrolet le infringió a uno de los coches allí estacionados. Aunque fue una minúscula raya y al no estar presente nadie, Vinicius decidió retirar su carro y después de varios intentos fallidos optó por dejar el auto en un sitio donde se podía acomodar mejor. Salieron corriendo agarrados de las manos. Sitio distante, casi medio kilómetro para llegar a las taquillas. Gritos, vendedores, policías, oriental, caballos, sombreros, camisetas y hacían fila cientos de fanáticos. Pasaron la registradora y pronto se acomodaron en el costado sur de la cancha. Las graderías centrales ya estaban ocupadas y varias porristas con traje rojiblanco se contorsionaban en el centro del campo. La chica del bastón ordenó que todas cesaran sus ejercicios y las jóvenes cogieron el rumbo norte hacia donde se encontraba uno de los arcos. De pronto, un ruido ensordecedor inundó la atmósfera y un gran cuervo surcó los aires justo sobre las cabezas de Andresito y su padre y de otros miles de fanáticos que esperaban gozar del espectáculo. Cuatro árbitros vestidos de negro emergieron de un gran túnel y detrás en perfecta formación dos equipos de fútbol. La algarabía de miles, barras bravas, y decenas de juegos pirotécnicos se elevaron hacia las nubes con los colores rojo y blanco del equipo local; el aire se tiñó de niebla y de variados colores y un proyectil encendido entre malabares, curvas y lenguas de fuego, borracho de serpentinas y de azufre, y en medio del torbellino y gritos de una multitud ebria de insanas emociones se incrustó fatal en el oído izquierdo de Andresito. Nada pudo hacer su padre para retirar el mortal misil. Un infeliz suceso de un niño que fue a disfrutar del juego de su equipo preferido, y que hoy en el cielo sigue gritando ese gol, el mismo con el que había soñado, pero que jamás pudo gritar, ni ver, en la cancha sagrada donde alguna vez su padre lo invitó para celebrarle su cumpleaños…