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BBC Mundo
Antes de la pandemia, en una cafetería tradicional de Bogotá, Juan Manuel Ortiz, un experto en café, toma un sorbo de la bebida nacional en un pocillo blanco que dice «Café de Colombia» y tiene pintada una banderita del país.
Y le cuesta, no le gusta. Casi le dan arcadas.
«Me sabe a metal«, dice. «No se siente natural, está muy quemado, no es dulce ni ácido».
En la mesa de al lado hay dos jóvenes mujeres charlando alrededor de lo que acá se conoce como un «tinto», un café negro de sabor fuerte. Cuesta 3.300 pesos (US$1).
Liliana Palacio, una de ellas, psicóloga, comenta: «Este el café que hemos tomado desde niñas, o hasta más bueno, porque acá es fresco, no es el tinto recalentado como se acostumbra».
A diferencia de muchas oficinas, restaurantes u hogares colombianos, esta cafetería prepara el café al instante y con máquinas de espresso. Aún, así los aromas y sabores frutales que se esperan de un buen café parecen estar eclipsados por un gusto a quemado, fuerte, y amargo.
Ortiz, el barista, no se lo puede terminar: «La gente me dice que (soy) esnob, pero nos dijeron que teníamos el mejor café del mundo y la realidad es que nuestro mejor grano se exporta y los perjudicados somos los consumidores y cultivadores».
Colombia, país sinónimo de café, produce 14 millones de sacos de 60 kg al año aproximadamente. De eso, 13 millones (un 93%) de sacos son para exportar, de acuerdo a cifras de la Federación de Cafeteros.
Según la organización, la demanda local es de 1,8 millones de sacos, y para satisfacerla el país importa de Ecuador y Perú unos 800.000 sacos de café de baja calidad (o pasilla) para el consumo interno.
Así es: la mayoría del café que se toma en Colombia —en especial las marcas más vendidas: Sello Rojo y Colcafé— no es bien visto por paladares expertos y gran parte de lo que se consume, al menos desde 2005, no es producido en el país.
El nuevo colombiano
Durante las primeras décadas del siglo XX, Colombia se convirtió en el segundo exportador de café en el mundo después de Brasil, puesto que mantuvo hasta 2011, cuando fue alcanzado por Vietnam.
Hoy está entre el tercer y cuarto lugar, según la Organización Internacional del Café.
El café, según historiadores, es responsable de la industrialización del país; fue la puerta al capitalismo mundial, una posibilidad de estabilidad para un país pobre y violento.
Ni la quina ni el tabaco, que antes dominaban la producción nacional, lograron formar una economía que conectara, al menos parcialmente, a las principales regiones del país.
El café permitió el acceso a importaciones, desarrolló el principal río del país (el Magdalena) y dio trabajo a millones de familias.
Generó, incluso, una cultura del trabajo: «Si en toda existencia hay una escala jerárquica de valores, son los de índole económica los valores que vive el nuevo hombre colombiano. Hay en él un mayor acento de la utilidad«, escribió en los años 40 el sociólogo Luis Eduardo Nieto en su reconocido «El café en la sociedad colombiana».
Con una jornada laboral de 48 horas a la semana, Colombia es uno de los países donde más se trabaja en la región.
Pero una cosa es que el nuevo colombiano resultara ser un gran productor de café, y otra, que fuera un gran bebedor del producto.
El acuerdo de cuotas
Varios hechos explican esta paradoja del café colombiano, con la cual coinciden, en términos generales, todos los expertos consultados por BBC Mundo.
La primera que citan es de carácter geopolítico.
El café es un commodity, una materia prima como el petróleo, el cobre o la soja, cuya producción o exportación dependen del contexto internacional.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el precio del café cayó y los países productores firmaron acuerdos de cuotas para limitar la producción y estabilizar el mercado. Eso se formalizó en 1962 con el Acuerdo Internacional del Café.
La Federación de Cafeteros, el gremio más importante del sector en Colombia, tomó la decisión, en alianza con productores y exportadores, de exportar el mejor café y dejar en casa, con un subsidio para la compra, el pasilla de menor calidad.
El subsidio buscaba incentivar la demanda y dar rotación a los inventarios de café que permanecían en el país.
«Eso favoreció el consumo, pero generó desincentivos a la diferenciación de calidad», dice Luis Fernando Samper, experto en denominación de origen y responsable de parte de lo que se conoce como la marca Juan Valdez.
«Pero tengamos en cuenta que para ese entones nadie tenía el paladar refinado que tenemos hoy en día», añade.
En 1989, el acuerdo internacional de cuotas terminó y el Estado colombiano dejó de subsidiar el café. Eso llevó el consumo local a niveles inferiores del promedio latinoamericano.
Y el país, que lo seguía exportando en masa, quedó aún más lejos de tener una cultura de consumo de café a la altura de su reputación.
«Durante 20 años los colombianos tuvieron acceso a unos cafés con perfil de segunda», explica Roberto Vélez, gerente general de la Federación.
«La gente se lo tomaba y se lo sigue tomado más como por costumbre o por la cafeína, pero no por placer (…) Toda esa generación quedó con una codificación de café que no corresponde a la de un café de exportación de alta calidad», asegura.
Mito internacional
Mientras esto pasaba, la Federación de Cafeteros, que ya era una de las instituciones más poderosas del país, le vendió al mundo la idea de que Colombia era el país cafetero.
La prestigiosa agencia neoyorquina DDB creó al personaje de Juan Valdez, un terco, risueño y trabajador campesino que producía el mejor café. «Hecho a mano», «en el mejor clima», «entre más colombiano, mejor el sabor», decían los comerciales emitidos en todo el mundo.
Vélez recuerda que en los años 70 y 80 dos encuestas mostraron que Juan Valdez estaba entre las tres figuras latinoamericanas más reconocidas en Estados Unidos, con Fidel Castro y Pelé.
«Las campañas publicitarias fueron muy exitosas», añade Samper. «Lograron que tanto en Colombia como en el resto del mundo los consumidores consideraran que el café colombiano era el mejor del mundo».
«Ese trabajo exitoso tenía una base, porque acá se desarrolló una cultura de calidad en la producción, aunque no en el consumo. El café colombiano fue el primer café que generó una identidad de marca«.
Vélez añade que la industria colombiana tomó la decisión, «arriesgada y costosa», de enfocarse en el mercado internacional de alta calidad: por ejemplo, hicieron alianzas con las grandes marcas para que lanzaran líneas de café 100% colombiano cuyos excedentes eran pagados por la Federación.
«Por eso yo digo que nosotros somos los papás del café especial (de alta gama). Hoy hay cientos de marcas de 100% de Vietnam, Costa Rica, Jamaica, etc».
«Esa es la génesis del movimiento de los cafés especiales en el mundo».
Pero la relación de Colombia con el café no es la misma que tiene Francia con el vino, indica Samper: aquí primero fue la industria y luego la cultura, no como ocurrió en el país europeo.
Los productores colombianos no probaban el café que producían, elude. «Ellos eran productores de materia prima».
«Es un mito internacional que colombianos son buenos consumidores de café por ser reconocidos productores de café«, opina.
Ana María Sierra, coordinadora del programa Toma Café de la Federación de Cafeteros, añade: «El pacto de las cuotas generó un sobreinventario en el mercado local que duró hasta el final de la primera década de este siglo. Ese grano, pese a estar almacenado a temperaturas controladas, perdía su frescura y cambiaba de sabor».
«Los tostadores locales procesaban estos excedentes de café con altas tostiones (tueste) para ocultar el sabor ‘reposado’. Así que millones de colombianos aprendieron a preferir un café fuerte de alta tostión y cuyo precio les fuera asequible. Esa preferencia hoy se mantiene».
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Más chocolate que café
En la Plaza de Bolívar de Bogotá, uno de los epicentros turísticos del país, hay una serie de restaurantes que venden comida tradicional colombiana: tamal, pandebono y ajiaco, entre otros.
Si en esos enclaves turísticos hay café, este sabe al tostado del grano que se consigue más barato o al metal de la greca, un tipo de cafetera común en establecimientos públicos en la que mantienen caliente la bebida.
Pero hay sitios que ni tienen café, y en su lugar venden chocolate, una bebida de cacao hecha en leche o agua que al ser más pesada y grande —suele llevar queso adentro— no se toma dos o tres veces al día, sino una.
En la actualidad, los colombianos en un día toman 21.600.000 tazas de café, según la Federación, y 12.000.000 de chocolate, de acuerdo a la Nacional de Chocolates.
Marco Palacios, probablemente el historiador que más ha estudiado al café colombiano, explica: «En términos históricos, somos un país más chocolatero que cafetero«.
«En gran parte del país se bebe chocolate desde la época colonial», añade. «De hecho, una de las fábricas de chocolate más grandes del país se construyó en plena zona cafetera. Porque en las montañas y en los altiplanos ese era el consumo popular, y si quieres añádele la aguapanela (hecha con panela, un derivado de la caña de azúcar)».
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Una nueva vida
Casi dos décadas después de la caída del pacto de cuotas y el subsidio al café en Colombia, la Federación quiso incentivar la demanda local; esta vez no a través de un subsidio, sino cambiando los hábitos.
Para entonces, corría 2007, además de que el consumo estaba por debajo del promedio latinoamericano, la mitad de los tintos que se tomaban en Colombia eran de café soluble o instantáneo, según el Centro Nacional de Consultoría.
Eso se quiso solucionar con dos cosas: las tiendas Juan Valdez, un estilo de Starbucks colombiano, y el programa Toma Café, que buscaba impulsar la demanda con campañas publicitarias.
La demanda volvió a subir después de 25 años, pero no ha llegado a los niveles de los 70 y 80: hoy, cada colombiano consume tanto café como la mayoría de países latinoamericanos y menos de la mitad que Brasil, Costa Rica, Estados Unidos o cualquier país europeo.
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El café de baja calidad sigue dominando el mercado, pero, al tiempo, en Colombia es posible beber unos de los mejores cafés del mundo.
Ortiz, el barista, sorbe una taza de café especial no muy lejos de la cafetería tradicional donde estábamos antes.
Lo huele, lo saborea como un vino, y dice: «Tiene notas cítricas, como limonada, un poco de frutos secos y un toque de panela o dulce». El pocillo, levemente pintado, es un cuenco alargado hecho de cerámica local.
Decenas de cafés especiales colombianos, entre ellos uno producido por exguerrilleros, han ganado premios al «mejor café del mundo» en los últimos años.
No cuestan US$1, sino algo más del doble. Pero con seguridad no saben a metal.
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