Los 28 países más pobres del mundo enfrentan crecientes dificultades
sociales, económicas y políticas, debido al aumento de la carga de la deuda, la disminución de las perspectivas de desarrollo y la falta crónica de inversión.
Los países más ricos del mundo han elegido exactamente el peor momento para volverse menos generosos con la ayuda y la asistencia al desarrollo
News Press Service
Banco Mundial
Los países más pobres están en una situación desesperada, y el resto del mundo mira para otro lado. No requiere de demasiado esfuerzo, ya que los países de ingresos bajos poco importan para el destino del mundo en el corto plazo.
A fines de junio, el PIB combinado de los 28 países que conforman este grupo era de aproximadamente USD 500 000 millones una gota en el océano de USD 100 billones que es la economía global.
Los países más pobres del mundo tampoco son los mercados exportadores ideales para nadie: el ingreso anual promedio es de apenas USD 1 000, y el conflicto y la inestabilidad son la norma para más o menos la mitad de ellos.
De todos modos, en estos países viven 700 millones de personas y aproximadamente la mitad de ellos, en extrema pobreza. Desde hace mucho tiempo la gente muy pobre está acostumbrada al abandono de sus propios gobiernos, que suelen tener otras prioridades.
Por ejemplo, gastan alrededor del 50% más en guerra y defensa que en atención médica. Casi la mitad de sus presupuestos están destinados a los salarios del sector público y a los pagos de intereses de deuda, mientras que apenas un 3% del gasto total del gobierno en los países de ingresos bajos se destina a ayudar a los ciudadanos más vulnerables. Esto representa una décima parte del promedio para las economías en desarrollo en líneas más generales.
En consecuencia, no debería sorprender a nadie que una tragedia humana hoy se esté gestando en estos países. Los indicadores clave de desarrollo humano en los países de ingresos bajos de hoy son mucho peores ahora que los del año 2000, antes de que muchos de estos últimos hubieran ascendido a un estatus de ingresos medios.
Por ejemplo, la mortalidad materna es 25% más alta hoy y el porcentaje de la población con acceso a la electricidad ha caído del 52% a apenas el 40% en este grupo. La expectativa de vida promedio hoy es de apenas 62 años, entre las más bajas del mundo.
Para colmo de males, las posibilidades de que estos países reciban ayuda del exterior se han reducido. Los países más adinerados han elegido exactamente el peor momento para volverse menos generosos. Incluso antes de la pandemia, los flujos de ayuda extranjera a los países más pobres, especialmente el África subsahariana, ya se desaceleraban.
Hoy, los países más ricos están redireccionando un mayor porcentaje de sus presupuestos de ayuda extranjera a enfrentar el incremento de refugiados que llegan a sus propias orillas. Estos acontecimientos han dejado pocos caminos para la recuperación económica: para fines de 2024, el ingreso promedio de la gente en los países más pobres seguirá siendo casi 13% más bajo de lo que se había proyectado antes de la pandemia.
Entre 2011 y 2015, las subvenciones representaban alrededor de un tercio de los ingresos gubernamentales en los países más pobres del mundo; pero ese porcentaje ha caído desde entonces a menos de una quinta parte. Los gobiernos de los países pobres han compensado la diferencia incurriendo en más deuda –y a tasas de interés punitivas–.
Los porcentajes de deuda-PIB de los gobiernos en estas economías se han disparado del 36% del PIB en 2011 al 67% el año pasado –el nivel más alto desde 2005 (con excepción de 2020).
Catorce países de ingresos bajos hoy están sumamente endeudados o corren el riesgo de estarlo, más del doble que hace apenas ocho años.
Cuando se reúnan en Nueva York para la Cumbre de los ODS de 2023 (i) de las Naciones Unidas, los líderes globales no pueden darse el lujo de hacer la vista gorda ante estos hechos. No deben olvidar la promesa fundamental de los Objetivos de Desarrollo Sostenible: “llegar primero a los más rezagados”.
Aunque sigan siendo generosos con los refugiados que llegan a sus costas, los países más ricos deberían redoblar sus esfuerzos para poner fin a la miseria de raíz.
Eso implica incrementar las opciones de recursos disponibles para los bancos multilaterales de desarrollo, para que puedan aumentar los subsidios y el financiamiento concesional para los países más pobres. Un mayor financiamiento no solo es un imperativo moral para evitar un desastre en las economías más pobres; es una cuestión de interés propio para todos los países con los medios para ayudar. Los países del sur de Europa que tienen dificultades para gestionar los flujos migratorios deberían saber que se beneficiarán si respaldaran el desarrollo en países pobres como Nigeria.
Los países más adinerados, y todas las instituciones financieras internacionales, deberían actuar de manera decisiva en tres frentes. Primero, deben aumentar el financiamiento concesional para los países más pobres, y hacer que la ayuda esté dirigida a afrontar los desafíos que vayan surgiendo como el cambio climático, la fragilidad económica y las pandemias.
Un mayor apoyo también ayudará a que estos países inviertan en sectores críticos como la salud, la educación y la infraestructura, lo que mejorará su resiliencia y potencial de crecimiento.
La efectividad de la ayuda (una preocupación importante para los donantes) se puede mejorar fortaleciendo la coordinación de los donantes y creando instituciones locales competentes para seleccionar, gestionar y monitorear los proyectos.
Las instituciones financieras internacionales, por su parte, pueden ayudar a generar financiamiento privado en sectores que ofrezcan la promesa tanto de desarrollo como de ganancias.
Segundo, debe acelerarse la restructuración de la deuda. El Marco Común para el Tratamiento de la Deuda más allá de la DSSI (Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda) se ha esforzado por brindar ayuda desde que el G20 lo anunció hace casi tres años.
Si llega a buen puerto, el acuerdo de restructuración de deuda de Zambia con sus acreedores será un avance positivo; pero se concluyó hace tres meses y el país todavía está esperando el alivio de la deuda.
El ritmo glacial del marco –y todas las incertidumbres que conlleva– han disuadido a muchos países de buscar la ayuda que tanto necesitan. Es hora de acelerar el ritmo .
Para muchos países de bajos ingresos, restablecer la sustentabilidad de la deuda a largo plazo dependerá de la restructuración de la deuda. Sin ella, seguirán paralizados, incapaces de atraer el financiamiento privado que necesitan para enfrentar los enormes desafíos de desarrollo de esta década –desde crear empleos y mejorar el bienestar hasta hacer que el planeta sea más habitable.
Finalmente, debemos redoblar la apuesta en cuanto a la agenda de reforma, garantizando que las iniciativas globales destinadas a ayudar a los países más pobres se complementen con medidas domésticas ambiciosas.
También pueden respaldar los esfuerzos de los gobiernos para mejorar los marcos institucionales, crear capital humano, aliviar los impedimentos para la inversión privada y sacar partido del potencial de la tecnología digital. Todo esto impulsará las perspectivas de crecimiento de largo plazo de estos países.
Se está agotando el tiempo. La creciente desesperanza entre los ciudadanos de los países más pobres alimentará un círculo vicioso que ya está en marcha. Desesperados por huir de la miseria de su país, muchos arriesgarán todo para encontrar refugio en el exterior.
El sufrimiento de millones de personas en tierras lejanas no está tan lejos como parece. Es contagioso y ya se está derramando por las fronteras nacionales, con consecuencias globales impredecibles.